lunes, 28 de noviembre de 2011

Love Story


Una clásica historia de amor comienza generalmente así: el chico levanta la vista y de repente lo único que queda en el salón es la rubia que lo mira desde el otro extremo, la música enmudece y todo transcurre visto a través de un caleidoscopio. O…, la chica siempre distraída mirando las vidrieras choca con “el muchacho” que llevaba justo un vaso de café, o algo que manche, y lo derrama sobre su masculina camisa. Se miran… Música, escenario, luces y… ¡acción! Otro amor de película. Solo de película.

La verdadera historia de amor se escribió sin necesidad de computadoras ni correctores, se inició antes del grito de ¡luces…, acción! El escritor, productor, director y actor principal es el mismo: Dios. El escenario: la Tierra.

Escena 1: Un joven labra la tierra cerca de Jerusalén; en un momento de descanso piensa en la promesa no cumplida de la llegada del Mesías. Dios interrumpe sus pensamientos y le dice que sea paciente, que llegará ese día, que no morirá sin que él lo vea.

Corten.

Escena 2: En Nazaret, una joven enamorada de su primer y único novio, recibe la visita de un poderoso ángel que opaca el sol y le informa que ha sido elegida por Dios para gestar en su vientre a un varón que será el Mesías.

Corten.

Escena 3: Dolores de parto, nerviosismo para hallar un lugar para dar a luz, un establo, paja limpia que se desparrama para mullir el piso, ropas y cobijas, gritos y el llanto de un niño.

Corten.

Escena 4: Un anciano es despertado por Dios y le ordena que vaya al Templo, Él ha cumplido lo que le había prometido en el campo muchos años atrás.

Corten.

Más escenas. El final se conoce. Su principio suele ser el ignorado.

No fue amor a primera vista, fue amor intencionado, decidido, adrede.
No le deslumbramos con nuestro éxito y buena apariencia. Lo deslumbró nuestra incapacidad y pobreza.
No lo sedujimos con nuestras palabras, lo sedujo nuestro dolor.

En el principio dijo Dios: ¡Sea la navidad!, y Jesús nació.


                                                                                                         Elbio R. Lezchik

jueves, 24 de noviembre de 2011

El intento


Tengo un grave problema con uno de mis hijos. No sé bien el motivo. Considero que no le he dado argumentos para su actitud hacia mí, pero está lejano, me evita, no me mira a los ojos. Cuando lo quiero saludar con un beso me pone la frente, dejó de darme la mejilla. Y si se lo pido, solo apoya brevemente su cara contra la mía y hace el ruido del beso con sus labios. Pero no me toca. No me besa más. Si quiero conversar con él, pues lo espero cuando llega tarde a casa luego de sus actividades y me siento a su lado mientras cena, solo salen de su boca algunas interjecciones o comentarios irrelevantes. En todos lados aún se presenta con su nombre y su apellido, que es el mío, pero perdimos la intimidad. Creo que dejó de amarme.
Cuando nació no parecía muy bonito que digamos. Todo arrugadito. Con los ojos y los puños cerrados parecía preparado para dar pelea, morir o vencer. Sus cabellos mojados dejaban entrever la maraña que serían luego. Lo amé con todo mi corazón. Recorrí con mis manos sus manos, no faltaba nada. Sus diminutas uñas aparecían en las puntas de sus dedos y apretaba fuerte, no quería soltarse de mí.
Siempre estuvo dispuesto para ayudar, participaba en todas las actividades que se le propusiese. Al escuchar la lectura de mi palabra, sus ojos se agrandaban y no perdía ni dejaba caer en tierra nada de lo que oía.
Pero hace ya tiempo de eso.
El alejamiento fue sutil, suave, como si no ocurriese nada. El primer síntoma lo noté una tarde que hablábamos sobre sus proyectos. Me contaba todo lo que quería hacer y alcanzar, lo fuerte y preparado que estaba para dar esos pasos y enumeró los elogios que le prodigaban sus profesores. Pero dejó de lado, guardados en el silencio, sus errores y debilidades. No recordó que yo estuve a su lado en cada lágrima que vertió a causa de ellos. No recordó mis abrazos ni las canciones que le cantaba para que se durmiese en paz.
Con el paso de las semanas nuestra relación se enfrió más y más. Cambió sus puntos de vista, sus modelos. Pero no lo decía abiertamente. Su ser se debatía entre gustar del entorno y parecerse a él y el sentido de pertenencia a nuestra familia.
Hablé con varios maestros para que le induzcan a volver, que le muestren su error. Pero no le interesó escucharlos. Con una sonrisa agradecía los consejos, daba media vuelta y echaba tierra de olvido sobre lo escuchado.
Una noche mientras cenábamos, comenzó a contarnos a todos los que estábamos a la mesa todo lo bueno que era. Comenzó a enumerar virtudes y aptitudes diseñadas por él mismo y postuladas como el súmmum de la vida, se comparó con ellas y se declaró aprobado. No tenía en claro qué aprobó, pero se dejó contento a él mismo.
Mientras él hablaba, lloré. Él no se dio cuenta.
Al tiempo enfermó. No me lo contó. Se creyó fuerte. Por la noche le escuché hablar, me llama, me dije. Me acerqué a su cama pero dormía. Su almohada estaba bañada en sudor. Le toqué la frente y ardía en fiebre. Mi querido hijo, dije, y le abracé. Al instante la fiebre le dejó. A la mañana se levantó, desayunó solo y no me saludó al irse a su trabajo.
Días atrás tuvo un fuerte desencanto. Le rasgaron en jirones su corazón. No le tuvieron compasión. Él se había apoyado en ellos y depositó toda su confianza y esperanza en el proyecto que diseñaron en común. Pero le traicionaron. Le acompañé en silencio durante todo el camino a pié que hizo por la costanera, no me aparté de su lado ni un instante, pero me ignoró. Escuché todos sus pensamientos y oí todos sus gemidos de angustia. Me desarmaban el corazón. Regué con mis lágrimas todos sus pasos para que su camino sea más blando, pero no lo notó.
Su rostro se ha tornado duro, su voz áspera y sus gestos perdieron suavidad. Sus propios criterios le hicieron olvidar cuál ha sido el primer paso que lo llevó a transitar este camino. Se mira al espejo y no comprende el porqué de tantas heridas y cicatrices. No había sido preparado para esto, su espíritu se lo dice a diario. Pero no recuerda de dónde ha caído, quiere, pero no puede arrepentirse. Quiere, pero no encuentra el modo de volver a mirarme a los ojos.
Voy a hacer otro intento para acercarme a él. Hoy iré y golpearé a la puerta de la casa donde vive y esperaré a que abra. Y cuando lo haga, le invitaré a tomar juntos la cena, igual que antes, como Padre e hijo.

                                                                           Elbio R. Lezchik

viernes, 11 de noviembre de 2011

HUIR


Cansao e tanto trabajo
Decidió pa´ las luces rumbiar.
Eso de ser el hijo menor
Ya lo había hecho asquiar.

Al tata, la plata le sobraba.
A los gauchos, siempre de más les pagaba.
Y a él, su pequeño gurí
A la par de ellos, de madrugada lo levantaba.

Deme la parte que es mía,
El muy cara dura, a su tata le espetó.
Y como si todo fuera gracias a él
Muy orondo, manos en jarra, esperó.

Quédese acá, no tardo, le respondió.
Y dando media vuelta, las lágrimas ocultó.
Se nos marcha el mocito, le dijo a su china
Se siente muy potro, su boca endureció.

Tomó su cinto, su bolsa y su monta espoleó.
Con un adiós a secas y de lejos, a sus tatas saludó.
La tranquera, esa frontera, furioso traspasó.
Tuita la vida lo espera, con orgullo se ufanó.

Que linda que es la vida con dinero pa’ gastar.
No más tata, mama ni gauchos que lo obliguen a transpirar.
Chinas, güen asao, tabas y mucho vino
Esto si que es vida, esto vale disfrutar.

Le seca llegó, la langosta tuito devoró.
El cielo de bronce hasta a los chanchos sin barro los dejó.
La plata todo compra, menos lo que no hay.
Pero con el cinto vacío, ni amigos encontrará.

El hambre lo mordió, su mente se nubló.
En la desgracia, a su tata y a su mama, delirando recordó
¡Qué ricas las carneadas, qué jugosas las empanadas!
Ningún gaucho queda afuera, y en su soledad lloró.

En la casa tuito era fiesta.
Los musiqueros, los bailarines y la yerra.
Temeroso y avergonzao hacia el fogón se acerca.
Conchabarse como gaucho, eso quiere, eso anhela.

Los costillares en las estacas,
Las criadillas en la parrilla,
Las empanadas en la mesa,
Tuito es risa y alegría.

¡Es mi hijo! Suena el grito.
Fuertes brazos lo rodean.
¡Traigan ropa, botas y el anillo!
¡Decían que estaba muerto, pero Dios me lo trajo vivo!


Elbio Rubén Lezchik

miércoles, 5 de octubre de 2011

Volver


No es de los primeros en despertarse, pero apenas comienzan los movimientos en la casa, su liviano sueño huye y su primera impresión matinal lo repugna nuevamente. No se acostumbra a ello, lo rechaza, lo aborrece. Llama por ayuda, pero esta se tarda. Nadie está a su entero servicio, sino que cada uno en lo suyo aparta de su tiempo para atenderlo, pero como casi siempre a esta hora la mayoría duerme, no quiere elevar la voz.
Es difícil acostumbrarse a depender de la buena voluntad de los demás, depender de ellos para que le preparen los alimentos, le laven la ropa y lo lleven al hospital de día. Todos trabajan y nadie puede quedarse de continuo a su lado.
-¡Buen día a todos! –dice con voz pausada al ingresar al hospital.
-¡Buen día Carlos! –le responden los de más cerca.
Y llega a su lugar. Ya tiene ese espacio reservado en exclusividad para él. No porque haya pagado o se lo asignaran por concurso público, sino porque es uno de los más antiguos allí.
-Deja que acomode tu mochila aquí –le dice un asistente.
-Gracias –le responde.
-¿Podrías traerme el libro, ..el –jadea– libro que –jadea nuevamente-  que estaba leyendo ayer? –le solicita con casi un hilo de voz.
-Recuéstate –le indica el asistente mientras le acomoda la cabeza y los pies– respira tranquilo y trata de relajarte –le indica.
Su estado general de salud no empeoró notoriamente, pero su vieja afección cardíaca lo ha invalidado casi totalmente. No puede hacer ningún tipo de esfuerzos  y lo cuidan tanto que los suyos han llegado hasta el punto en que no le dan ninguna noticia que pueda afectar sus sentimientos, pues toda la familia teme que su corazón no lo soporte. Pasaron treinta y ocho años desde su primer infarto y ya es bisabuelo, pero nunca ha podido alzar a sus nietos ni jugar con ellos y menos con sus bisnietos.
-Mis nietos –dice en voz baja y recostado mientras sus ojos se llenan de lágrimas– Dios, son bellos, y sus pequeñines son reflejo de tu hermosura –susurra una oración entre labios mientras se tranquiliza– yo no los puedo abrazar ni llevar en andas, pero tú sí lo puedes hacer. Llévalos en tus brazos y no los dejes caer –le suplica al Todopoderoso en un silencioso llanto entrecortado.
-¿Quieres ser sano, Carlos? –le pregunta.
-He hecho todo lo que pude con estas mis fuerzas que hoy no son ningunas –responde con la sonrisa y el bullicio de su familia aún en su mente– pero la salud me es esquiva.
-Carlos, levántate y ve a tu casa –le ordena.
Su familia desapareció de su mente al mismo tiempo que logró entender el diálogo que mantenía con …
-¿Quién me habló? –preguntó a sus amigos.
Pero estos estaban cada uno en sus actividades y no prestaron atención a su pregunta y el personal entraba y salía cada uno al ritmo de sus actividades. Su corazón explotaba en su pecho, pero no le dolía. Tomó sus cosas, las metió en su mochila y ante la atónita mirada de todos se la cargó a su espalda y apuró el paso hacia su casa.

Elbio R. Lezchik

domingo, 18 de septiembre de 2011

Amanecer



Está oscuro, siempre está oscuro.
-¿Dónde están mis zapatos? -dice tanteando el piso debajo de la cama- Aquí están, bien. Estos niños pasan pateando todo -murmura por lo bajo.
-¿Pasa algo? -pregunta su esposa.
-No mi amor, todo está bien. Descansa un rato más. -Está oscuro. ¿Acaso nunca acabará esta situación?, piensa.
Toma su ropa y se viste. No tiene inconvenientes pues siempre la dispone en el mismo lugar.
Camina.
Uno, dos. Un poco a la derecha. Uno, dos. A la izquierda. Oye la respiración tranquila de sus hijos. Todo bien. Uno, dos, tres, cuatro. El agua que cae dentro del depósito del inodoro le indica el baño. Entra.
Frente a un inútil espejo que no le devuelve ninguna imagen se lava el rostro y se lo imagina. Tampoco hay reflejo alguno en el agua. Las gotas que caen de su barba no hacen círculos concéntricos. Todo es estático.
A su izquierda está la toalla. La toma, se seca la cara y la coloca prolijamente en su lugar.
Peina sus cabellos hacia atrás, es más fácil. Siempre se imagina su peinado. Sus cabellos son rubios, o castaños, o negros. ¿Tal vez pelirrojo? Hoy tiene ganas de que sean castaños.
-¿Cómo es el color castaño? –dice- De niño me decían que mis cabellos eran muy rubios, como el trigo maduro.
No desayuna, no porque no sepa prepararlo, sino que tiene miedo. Una vez golpeó el sartén con aceite caliente y estuvo a punto de incendiar el apartamento donde vivían en el block central del condominio estatal.
Toma su bastón de aluminio blanco. No usa perro lazarillo porque lo domina a la perfección. Para salir de su casa baja las cuatro escaleras, es claustrófobo, no usa el ascensor, y pisa la vereda. Sigue oscuro, pero siente la tibieza del sol en su mejilla derecha. Lo enfrenta y camina esquivando las puertas de los comercios recién abiertos y una mesa con sombrilla que el dueño del café al paso de la esquina ubica todos los días, a veces lejos, a veces cerca de la pared.
Gira a la derecha.
Los seis charcos de esta cuadra siempre se forman en el mismo lugar, y teniendo en cuenta qué tanto ha llovido la noche anterior, adivina lo ancho y lo profundo de cada uno de ellos. Para eso sirve el bastón, se puede saber qué tanto se le hundiría a uno el pie si pisara el barro.
En ese camino los aromas de frutas y cebolla le sirven de guía; ya se acerca la casa con el perro que se siente amenazado por el bastón metálico que golpea el piso. Al pasar frente a él finge que no le importa, pero luego ladra estrepitosamente, de tal modo que siempre le hiela la sangre. Lo sabe, pero no puede superarlo.
La voz robótica le lee sus emails. Un teclado en lenguaje táctil le facilita la escritura. Una impresora especial llena la hoja de papel de puntos de alto relieve.
Por el ruido de sus pasos, sabe quién se acerca y quien sale de la oficina.
Carla cambió de perfume, piensa.
Pura rutina. Siempre oscuro.
Su familia se va acostando en distintos horarios. Lo normal en cualquier familia. Él se queda un rato en silencio hasta que se duerme, no recuerda haber soñado alguna vez algo. ¿Con qué soñar? Sus oídos, su olfato y su tacto le brindan información. ¿Cómo lograr soñar algo con esa información? Quieto en su lecho repasa lo que leyó hoy en un spam, se dice que llega a la ciudad, que a media mañana se lo espera.
Al salir de su casa no gira a la derecha, sino que se dirige hacia la terminal. Lo sorprende, aunque debería haberlo imaginado, una multitud que también lo espera. Con su bastón no logra que le concedan alguna prioridad.
-¡Allí está! -grita alguien.
-¿Dónde, dónde? -grita otro.
-¡Allí, allí! -dicen a coro y se produce la corrida. Hay amontonamiento y apretujones. Alguien se cae y lo pisan. Nadie se detiene.
-¿Dónde está?  -Suplica a gritos.
-¿Dónde está? -repite, pues la reacción de la gente lo desorientó y no sabe hacia dónde dirigirse.
La oscuridad lo rodea, pero logra orientarse y también corre.
-¡A mí! -grita a todo pulmón- ¡Por favor, a mí!
Una mano de tenaza se cierra alrededor de su brazo y lo empuja hacia delante. Pierde su bastón. Choca contra un muro de personas que no le ceden con facilidad el paso. La mano firme lo empuja más adelante.
Y lo escucha.
-¿Qué quieres que te haga?
-¡Que reciba la vista! -gritó.
Y amaneció su primer día....
ELBIO R. LEZCHIK