lunes, 28 de mayo de 2012

MISAEL


Mi nombre es Misael, ese es el nombre por el cual me llamaron mis padres en la tierra en que nací, Israel. Misael significa "Quien pertenece a Dios". También significa: "¿Quién es lo que es Dios?” Pero de eso ya pasó mucho tiempo y corrió mucha agua bajo los puentes del Tigris. Ahora mi nombre público es Mesac. En mis tarjetas personales figura este nombre, como también en el organigrama del gobierno. Todos me llaman por este nombre, todos menos yo.
Mi historia comienza, como lo dije antes, en la tierra de Israel, tierra de mis antepasados. Vivíamos en Jerusalén y mis padres me brindaron el acceso a la mejor capacitación que había en la ciudad.
Desde pequeño comencé a estudiar la Ley de mi Dios y me apasionaban especialmente los proverbios de Salomón, pues estos fueron escritos adrede para aprender a discernir dichos profundos, para recibir instrucción en sabia conducta, justicia, juicio y equidad; para darnos prudencia, conocimiento y discreción.
Cuando los ejércitos de los babilónicos rodearon la ciudad para conquistarla, el rey Joacim prohibió que se paralicen las actividades rutinarias a fin de que estemos ocupados y no pensemos en nuestros enemigos, por lo que yo continué con mi capacitación.
Durante ese tiempo el profeta Jeremías nos informaba que nuestro Dios había decidido entregar la ciudad en manos de los babilonios a causa de nuestro pecado. Yo le creí y no dejé caer ninguna de sus palabras. Pero al rey no le gustaron para nada esas palabras. Lo mandó apresar y quería matarlo, pues claro, no le convenía que se divulguen ese tipo de noticias, ya que temía que el pueblo deje de respetarlo y se pase al enemigo.
Recuerdo el día en que juzgaron públicamente al profeta. Al rey y su corte se les notaba la cara de espanto por lo que había profetizado, y al mismo tiempo el fuego de odio hacia esas palabras. Pero Jeremías, con una paz que no tenía explicación, los enfrentó y les dijo que, en lo que a él le tocaba, estaba en las manos de ellos y que hagan con él como mejor y más recto les parezca. Pero sepan, agregó, que si le mataban, echarían sangre inocente sobre ellos mismos, sobre esta ciudad y sobre sus moradores; porque en verdad Jehová lo había enviado para que dijese todas estas palabras en sus oídos.
Eso es valentía, pensé. Eso es tener claridad de convicciones. Al instante mi memoria refrescó en mi mente un salmo del rey David donde dice: “Busqué al SEÑOR, y El me respondió, y me libró de todos mis temores. Este pobre clamó, y el SEÑOR le oyó, y lo salvó de todas sus angustias. El ángel del SEÑOR acampa alrededor de los que le temen, y los defiende”. Y nuestro Dios cumplió en Jeremías esa palabra, pues no le hicieron daño alguno.
Pero Jerusalén cayó.
El rey Nabucodonosor ordenó a su delegado principal que buscase de entre los cautivos, a jóvenes inteligentes en toda rama del saber, dotados de entendimiento y habilidad para discernir las circunstancias y los tiempos y que los llevase a Babilonia para el servicio en la corte real. Y yo fui uno de los  muchos que deportaron.
Los ochocientos kilómetros que caminamos me resultaron interminables. La partida fue muy difícil. Lo escribo y un sabor amargo me llena la garganta, se me anegan los ojos, pues recuerdo la cara de mis padres cuando era arrastrado hacia el contingente de transportados. Los gritos de dolor y llanto de mi madre quedaron para siempre grabados en mis oídos.
Allí atrás quedaron mis padres y mis familiares. Atrás quedaron los que me enseñaban. Y atrás quedó mi adolescencia. Los ochocientos kilómetros caminados me hicieron madurar.
No bien llegamos a Babilonia, se nos indica que estaremos durante tres años bajo la regencia de un funcionario que era el jefe de todos los oficiales del reino de nombre Aspenaz. En ese tiempo debíamos aprender y dominar a la perfección el lenguaje y las enseñanzas de los caldeos. Teníamos profesores versados en adivinación, magia y astrología. Para nuestro mantenimiento teníamos la mejor comida del reino, pues se nos asignó la misma ración que comía el rey Nabucodonosor y el mismo vino que se servía en su mesa.
Después de todo lo pasado estos últimos años, pensé evaluando la situación en que me encontraba, el cautiverio no resultaba tan malo.
El dormitorio que me indicaron tenía cuatro camas, y mis compañeros de habitación fueron tres muchachos que eran estudiantes como yo. Sus nombres eran: Daniel, Ananías y Azarías.
Este Daniel me sorprendió el primer día que estuvimos juntos; paso a contarles lo que sucedió. Cuando llegó la hora de cenar nos llevaron a un amplio recinto donde nos esperaban los sirvientes con sus mejores ropas para atendernos. Los cuatro nos sentamos juntos. Allí comenzó la primera capacitación en protocolos y modos de comportarse a la mesa. Nos enseñaban cómo se debían tomar los cubiertos con los codos pegados a los costados y no aleteando como pollos al comer. Cuándo se utilizaba cada uno de ellos y el uso que se le daba a cada copa, todas de distinto tamaño.
La comida servida en el plato de Daniel allí se quedó y Aspenaz se dio cuenta. Se le acerca y la cara que tenía no me gustó para nada. Le preguntó que le estaba pasando que no comía y Daniel le explicó que él no podía comer esos alimentos pues se contaminaría delante de Dios; que por favor no lo obligara a hacerlo. Aspenaz le responde que el rey mismo les había asignado la comida y la bebida y que él temía por su vida, pues si Nabucodonosor, el día del examen, veía que su semblante era peor que el de los otros jóvenes a causa de esto, lo decapitaban. Daniel le hizo una propuesta, le pidió que haga con él una prueba durante diez días, que le dé solo legumbres y agua y que compare luego de ese tiempo su rostro con el de los demás y decida. Yo lo escuché y me gustó la idea, no se me había ocurrido poner en práctica fuera de nuestra tierra los mandamientos de Dios, se me había hecho como una división. Dentro de Jerusalén era siervo de Dios, pero ahora fuera de ella me estaba adaptando sin darme cabal cuenta al entorno babilónico. Así que levanté la mano y le dije que conmigo haga lo mismo. Mis otros dos compañeros se codearon y se unieron a nuestra propuesta. 
Aspenaz consintió con nosotros y probó por diez días. Las porciones nuestras eran reemplazadas por legumbres y llevaba a su casa los manjares reales. Al cabo de los diez días Aspenaz decidió que nuestro rostro era mejor y más robusto que el de los otros muchachos que comían de la porción del rey. Así que continuó llevándose nuestra porción de comida y del vino, y nos daba legumbres.
En respuesta a nuestra decisión, Dios nos dio conocimiento e inteligencia en todas las letras y ciencias; y Daniel tuvo entendimiento en toda visión y sueños.
Pasaron los tres años estipulados y llegó el día en que debíamos presentarnos delante del rey. El examen fue rigurosísimo, no terminaba más. Nos preguntó de todo y nos confrontaba con los sabios del reino. De a uno iban quedando excluidos los demás jóvenes y al final quedamos solo cuatro; nosotros cuatro.
Al ponernos en funciones, Daniel recibió el nombre de Beltsasar, a Ananías lo llamaron Sadrac, a Azarías Abednego y a mí me cambiaron el nombre por Mesac. Este nombre es de difícil traducción, pero tiene un significado similar a ¿Quién es como Marduk? Este Marduk es el dios de los babilonios.
Imagínense todo lo que significó este cambio para mí. Mis padres, como les conté al principio, me llamaron Misael, o sea, que cada vez que ese nombre sonaba en labios de alguien, se proclamaba a los vientos que yo pertenecía a Dios; pero ahora debía aceptar que todo el reino proclamase al nombrarme, que yo era propiedad del dios Marduk. Fue en ese entonces que decidí no olvidar mi nombre, no olvidar que yo pertenezco a Dios, el único, el creador de los cielos, la tierra y todo lo que en ellos hay, alabado sea su nombre desde la eternidad y hasta la eternidad.
Todo transcurría con normalidad en el reino, todos queriendo el puesto del otro, todos buscando la ocasión para complotarse contra alguno que esté en contra de sus intereses a fin de enviarlo a la muerte,  y otras cosas por el estilo de las que siempre se disponía de tiempo y poder para generarlas, lógicamente sin desatender las apariencias ni lo mínimo que se exigía de cada funcionario real. Por lo que la resolución del rey llenó de expectativas a todos. Paso a contarles.
El rey Nabucodonosor mandó hacer una estatua de oro inmensa. Medía veintisiete metros de alto por dos metros y medio de ancho. Una vez construida y emplazada en su lugar ordenó a todos los funcionarios del reino, que asistiéramos a la dedicación de la estatua a su honor, con la instrucción de que debíamos inclinarnos y adorarla no bien suenen los instrumentos musicales. Esa instrucción continuaba con una motivación extra para cumplir con la formal invitación: todo el que no se incline ante ella ni la adore sería arrojado de inmediato a un horno en llamas.
Así estaban presentadas las cosas. Mi ser se agitó en busca de una salida a aquel encierro. Morir quemado no me atraía. Los gritos de todos aquellos que eran ejecutados de ese modo me aterraban y nunca pude permanecer en buena compostura en esos actos de gobierno.
Me dirigí inmediatamente a mi casa y me encerré a buscar el rostro de mi Dios. Le solicité que me ayudara, que me mostrara una salida a este encierro. Derramé lágrimas hasta tarde clamando por su misericordia; no quería arrodillarme delante de esa imagen para salvar mi vida ya que perderla no estaba dentro de mis planes inmediatos.
Pero Dios no me respondió. Recuerdo que con los ojos hinchados de tanto llorar me paré, me lavé la cara y tuve que decidir quién quería ser a partir de ese instante. ¿Quién era yo? ¿Era Misael, el que pertenece a Dios, o era Mesac, el que pertenece a Marduk? Miré fijamente a mi imagen que se reflejaba en el espejo y declaré que yo soy Misael y que pertenezco a Dios.
Luego de esto me cambié de ropas, me perfumé y me acicalé para estar conforme al protocolo en la dedicación de la estatua. No bien llegué, ocupé el lugar que me fue asignado. Se hizo silencio y la música comenzó a sonar llenando todo el lugar.
El resto fue vertiginoso. Las rodillas de todos los que me rodeaban tocaron tierra. El ruido de mi corazón tapó el sonido de la música y me encontré parado frente a la estatua rodeado de una multitud de cuerpos que apoyaban sus cabezas rítmicamente en el suelo. Pero no era el único. A la distancia vi a dos de mis antiguos compañeros de habitación. Allí estaba en pie Ananías y más allá se veía la imponente figura de Azarías. Me alegré. Al rato la asamblea se disolvió y cada uno regresó a sus funciones.
Pero algunos astrólogos se presentaron ante el rey y nos acusaron. Le informaron que nosotros tres, justo nosotros tres que estábamos al frente de la provincia de Babilonia, no habíamos acatado sus órdenes ya que no habíamos adorado la estatua de oro que mandó erigir. Se trata de Sadrac, Mesac y Abednego le informaron, saboreando la saliva de la malicia.
El rey Nabucodonosor al punto se llenó de ira y nos mandó llamar inmediatamente. Cuando nos presentamos ante el rey, este lanzaba llamas por los ojos. Nadie le desobedecía jamás.
 — ¿Es verdad que no honran a mis dioses ni adoran a la estatua de oro que he mandado erigir?-, nos preguntó con furia. -Más les vale-, continuó,      -que se inclinen de inmediato ante mi estatua al escuchar la música, y que la adoren, pues de lo contrario, serán lanzados de inmediato a un horno en llamas, ¡y no habrá dios capaz de librarlos de mis manos!
 — ¡No hace falta que nos defendamos ante Su Majestad!-, le respondimos inmediatamente, -si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos puede librarnos del horno y de las manos de Su Majestad. Pero aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua.
Ante esa respuesta, Nabucodonosor mandó que se calentara el horno siete veces más de lo normal y que nos atasen y nos arrojasen de inmediato al horno en llamas.
Para relatarles lo que pasó luego de esta orden real debo elegir con cuidado las palabras, pues me cuesta encontrar aquellas que expresen y logren describir todo lo que vivimos nosotros tres.
Al terminar de responder la pregunta del rey, una paz que no tiene lógica me llenó. No sentí la rudeza de los soldados al atarme ni me desesperé cuando el calor creciente del horno indicaba la proximidad de su boca. Todo era luz. Me hallé parado sobre las brasas encendidas con la misma naturalidad que lo hago a diario sobre el baldosado de la acera. No bien se acostumbraron mis ojos, vi a mi lado a mis compañeros y a un ángel del Señor que nos sonreía. ¡El ángel de Dios estaba a nuestro lado y nos defendía de las llamas!
No sé qué era más maravilloso; si contemplar la hermosura y poderío del ángel o vernos caminar entre las llamas y disfrutarlo como un paseo por la costanera.
Mientras trataba de acomodar mis pensamientos para no perder nada de lo que estaba viviendo, la voz de trueno del rey me sobresaltó.
—Sadrac, Mesac y Abednego, siervos del Dios Altísimo, ¡salgan de allí, y vengan acá!-, dijo.
Nos miramos y caminamos hacia la puerta del horno. Al salir de él, todos se arremolinaron en torno a nosotros con los ojos fuera de sus órbitas. ¡El fuego no nos había hecho ningún daño!, no teníamos ni un solo cabello chamuscado, y ni siquiera nuestras ropas olían a humo.
Luego de un instante, Nabucodonosor dio un paso para atrás y exclamó:
- ¡Alabado sea el Dios de estos jóvenes, que envió a su ángel y los salvó! Ellos confiaron en él y, desafiando la orden real, optaron por la muerte antes que honrar o adorar a otro dios que no fuera el suyo. ¡No hay otro dios que pueda salvar de esta manera!
Mi nombre es Misael, los demás me llaman Mesac. Pero no importa, pues yo sé quién soy.


Elbio R. Lezchik