miércoles, 31 de julio de 2013

Enrique



Dicen que sucedió cerca de la ciudad de Santiago del Estero, en un caserío donde reina la siesta y la buena vecindad. Y dicen que Enrique estaba bastante mal.

Antes de que el sol cayera a plomo sobre el monte, Enrique emprendió el retorno a su casa para almorzar y dormir la merecida siesta, luego de hachar un lote de algarrobos. El primer dolor en el vientre lo frenó en la tortuosa picada. Sus rodillas se doblaron y su frente sudorosa tocó el polvo reseco. Sus brazos se enroscaron sobre su abdomen como si tuvieran el poder de hacer cesar el dolor, ese espantoso dolor que lo abandonó luego de una larga agonía revolcado en tierra. Se levantó muy débil y lentamente continuó el camino a su casa.  

Y la madre lo vio, o más bien escuchó un grito en su interior que la obligó a salir al sol y correr hacia la picada para ver la angustia de su hijo.

Y el dolor volvió. Su vientre se hinchó y la fiebre competía con la temperatura del sol. Ya no quería ni tomar agua. A la siguiente mañana, envuelto en un dolor tremendo, Enrique murió.

Todo fue tan rápido, que la noticia de la rara enfermedad de Enrique aún no había recorrido toda la colonia, cuando la novedad de su muerte llegó a oídos de todos.

Murió Enrique y la compasión del pueblo se volcó hacia Doña Juana, su madre viuda, que no es muy mayor, pero el monte y la vida le marcaron tanto el cuerpo y el rostro, que todos los niños siempre la han llamado Nona Juana.

En la capilla se organizó el velatorio. Familiares, ninguno, ya no le quedan. Vecinos, todos y siempre cerca. Al caer la tarde cuando cede un poco el calor y las sombras se alargan, en procesión salen del pueblo hacia el cementerio. Sobre una chata tirada por dos caballos llevan el ataúd cerrado. Doña Juana no ve nada, camina por instinto, detrás del murmullo de las ruedas, rodeada por todos, con los ojos llenos de lágrimas, ciegos de dolor.

Y se golpeó contra la chata que frenó de golpe. Comenzaron los gritos, confusos, de ira, de terror. Y Enrique la llama.

Allí está Jesús con Enrique a su lado que corre para abrazarla. Y Jesús sonríe y se va.
  

domingo, 16 de junio de 2013

Mi peor experiencia con Dios



Dios y yo no pensamos igual. Cuando me indicó que viaje a tierra de nuestros enemigos para comunicarles que Él había decidido destruirlos, me negué y decidí irme lejos de la tierra de mis padres y lejos de Dios. No puede ser que deba rebajarme a presentarles la Palabra de Dios a esos incircuncisos y trabar trato con ellos. No, no lo merecen. Son gentiles, no son los elegidos. Además, la ciudad de Nínive y sus reyes siempre han sido nuestros enemigos, no son de confiar y no hay sentimiento más arraigado en el pecho de cualquier judío que el de desear su destrucción y su ruina eterna. 
Pero Dios no es judío y no piensa como nosotros. Y yo lo conozco. La historia de mi pueblo lo demuestra. Nosotros le desobedecemos, Él nos reprende, cambiamos por un tiempo, nos envía a uno de sus profetas para que entremos en razón, sino cumplirá con todo lo ha prometido si le abandonamos, nos arrepentimos un poco más y, como Dios es misericordioso y en el fondo no quiere nuestra muerte, sino que todo lo que hace es para nuestro bien, se arrepiente del mal que pensaba hacernos y nos perdona. Por eso yo no quise ir a Nínive. Si me escuchaban y se arrepentían, Dios les perdonaría y ellos seguirían vivos y la ciudad en pié y todo por culpa mía, por culpa de obedecer a Dios. ¿Con qué cara podría luego volver a mi tierra y a mi parentela? Por lo tanto decidí huir lejos de Dios.
No bien subí al barco, me escondí en la bodega. Mi corazón latía con fuerza esperando que los remos nos alejen de la costa y que los vientos del sureste llenen las velas. Cuando el oleaje comenzó a mecer rítmicamente la nave, suspiré con tranquilidad. Ya no tenía que estar tenso, había escapado de la presencia de Dios; me acomodé y me dormí profundamente.
Me sacudieron con tanta fuerza que no logré entrar en razón de donde estaba ni qué sucedía. Todo a mi alrededor daba tumbos, el ruido a madera que se quejaba era ensordecedor, el capitán que me sujetaba por los codos me gritaba  y reprochaba mi actitud.
-¡Clama a tu Dios! –me dijo-  ¡Quizás él nos salve!
Allí me di cuenta de lo que estaba sucediendo, como pude subí a cubierta y vi que los marineros estaban tirando por la borda lo último del bagaje y se reunieron aferrados al palo mayor para echar suertes a fin de saber quién era el responsable de esta rara tormenta que se había ensañado con el barco y la tripulación. Y la suerte me señaló a mí.
La furia con que me miraron no la puedo apartar de mi memoria. Me pidieron explicaciones, y como pude y a los gritos a causa del rugido del temporal, les dije que era judío y que huía de Dios porque no quería obedecer su mandato ya que no estaba de acuerdo con lo que él quería que yo haga.
El mar se embravecía cada vez más. El capitán animó a su tripulación a tomar los remos y tratar de llegar a la costa, pero los esfuerzos fueron inútiles, la tempestad era la que daba las órdenes en ese momento. Entonces les dije que reconocía que el culpable era yo, que me arrojen al mar y que la tormenta se calmaría. No me discutieron la propuesta, pues estaban de sobra convencidos de que yo era la única razón de esta calamidad. Recuerdo que el capitán oró a Dios reconociendo su poder y suplicando su misericordia para ellos, ya que eran sin culpa por lo que harían en ese momento, y me arrojaron al mar.
Las aguas me rodearon, la muerte me cercó, las olas tempestuosas se cerraron sobre mí y las algas me envolvían la cabeza. Descendí y descendí hasta las bases de las montañas, las puertas de la vida se cerraron ante mí y quedé cautivo en el reino de la muerte.
-¡Jehová, tú me has rechazado y me desechaste! –dije– ¡no volveré más a ver tu santo Templo!
Pero algo pasó. Algo me agarró, me apretó con fuerza y me arrojó a un lugar blando gelatinoso. Todo era silencio. La tormenta ya no existía. Tampoco la luz. Era como si el tiempo hubiera desaparecido. Sólo estaba yo con mis pensamientos. Trataba de poner en orden todo lo ocurrido a fin de darle a mi razón asideros para explicar esta locura que estaba viviendo. Cuando logré recomponer los hechos, estos me dejaron atónito. No hubiese esperado nunca algo así de parte de Dios.
Entonces esperé a ver en qué acabaría todo esto.
Pero no acababa. Perdí toda mi esperanza y decidí volver mis pensamientos a mi Dios. Mi oración ferviente llegó hasta su santo Templo. Le dije que solo a Él le adoraré y que cumpliré todas las promesas que le había hecho ya que reconocía que solo Dios me podía salvar de donde estaba. El silencio y la oscuridad continuaron siendo mis compañeros por un tiempo que no podía determinar ya que el ayuno y el estado de casi permanente duermevela me privaron de la capacidad de medirlo. Pero un espasmo que me rodeó me volvió al estado de alerta. Mi gelatinosa prisión comenzó a moverse aprisionándome con fuerza y fui despedido de ese encierro con violencia. El aire frío y el agua salada me hicieron temblar. Las olas me golpeaban nuevamente y el pánico se apoderó de mí. No podía abrir los ojos, intenté mover las piernas, pero estaban entumecidas; abrí la boca con desesperación para tomar aire, y con placer, este llenó mis pulmones. Logré entrar en calma y de a poco tomé conciencia de que estaba en una playa vacía de no sé dónde.
Con el canto de las gaviotas vino nuevamente Dios a hablar conmigo. Me ordenó que vaya a la ciudad de Nínive y que les avise que serán destruidos, lo mismo que me había dicho antes, pero esta vez obedecí. No bien la sombra de sus muros se marcó en el horizonte, mi estómago se revolvió dentro de mí, pero lo contuve y no desvié mis pasos, sino que comencé a gritar desde las primeras calles que Dios les destruiría dentro de cuarenta días. Así lo hice durante todo ese día. Al siguiente, un bando real pasaba por las calles ordenando ayuno total a la población y que todos confiesen delante de Dios sus pecados y se arrepientan de sus crímenes y malos caminos para que la ciudad y sus habitantes sean perdonados.
Y sucedió lo que yo decía; Dios los vio, los escuchó y tuvo misericordia de ellos, o sea, decidió no destruirlos.
-Esto es exactamente lo que pensé que harías –le dije a Dios muy enojado– cuando todavía estaba en mi tierra y me dijiste que viniera a Nínive. Por esta razón huí a Tarsis. Yo sabía que eres misericordioso, lento para la ira y lleno de bondad; yo sabía que con facilidad dejarías la idea de destruir a este pueblo.
Tanto era mi enojo que le solicité a Dios que me mate, pues no sucedería nada de lo que les anuncié. Dios me preguntó si era correcto que yo me enoje tanto por esto, pero no le respondí, no estaba de humor para argumentar con él.
Masticando rabia salí de la ciudad y me fabriqué con ramas que corté de los árboles cercanos un techito. Me senté luego a la sombra a esperar que Dios cambie de opinión y haga algo contra esos incircuncisos. Pero el que hizo algo fue el sol. Se puso en mi contra y secó todas las hojas que me servían de protección contra él, pero al mismo tiempo, creo que fue gracias a que elegí el lugar correcto para sentarme, creció una enredadera de hojas grandes y frescas que se interpuso entre el sol quemante y mi cabeza. Así que bien fresquito pude tomar mi vianda y desfrutar de la cena antes de echarme a dormir.
Cuando me despierto, lo primero que hice fue descubrir que la ciudad de los incircuncisos seguía en pie. Eso me quitó las ganas de desayunar. Mi garganta estaba llena de amargura. Mi bilis subía y bajaba y un viento solano como nunca antes lo había visto, despedazó mi refugio.
-Mejor sería estar muerto -dije a los cielos.
-¿Está bien que te enojes porque se secó la planta que no sembraste ni regaste? –me dijo Dios.
-Por supuesto que está bien –le respondí– y me muero de rabia por esto.
-Tú sientes lástima por ti –me dijo Dios– porque murió la planta que te daba sombra y por la que tú no hiciste nada y que es de corta duración y yo ¿no habría de tener compasión de toda una ciudad que necesita de mí?
Dios y yo no pensamos igual. Pero él no me trató del modo que merecía mi conducta, sino que hizo conmigo lo mismo que hizo con los ninivitas, me rodeó de su misericordia que es, al final de todas las cosas, lo que necesito.  

Elbio R. Lezchik

domingo, 26 de mayo de 2013

Llueve


    Llueve. Fuera de casa todo es barro. No se si tengo lo necesario para las comidas de hoy. Anoche el trabajo no fue bueno, poco dinero. Amanece y no he dormido, o sí, tal vez algo si, pero no lo recuerdo. El olor de los dos hombres de anoche aún me llena la nariz. Cada vez lo soporto menos, también cada vez me cuesta más sonreír mientras preparo el desayuno de mis pequeños; ellos son inocentes y me hago cargo de lo que me toca. Sus padres desaparecieron más rápido de lo que duraron las promesas de amor nocturnas. Yo les creí, los necesitaba. Pero me hago cargo, a mis hijos no les faltará pan en la mesa de cada día. Hasta ahora he salido adelante y continuaré haciéndolo. Pero llueve, y las gotas que se escapan de las nubes son las que ya no salen de mis ojos secos a fuerza de apretar los dientes, por eso quedo quieta, quiero que el cielo hoy llore por mí.
    El dinero que me ofrece este cliente es más que lo que gano en tres días de trabajo. A cambio de esto me solicita la mañana entera. Tengo que ver cómo acomodo a mis hijos, hablaré con alguna de mis amigas o a mi madre, pero lo solucionaré.
    Por la mañana llega tranquilo, eso me extraña, no es normal esa actitud pues todos vienen ocultándose. Son muy hombres, pero no enfrentan sus realidades y descargan en mí sus frustraciones. Nadie viene a ofrecerme amor, no les interesan mis frustraciones. Pero entra y comienzo mi trabajo.
    Todo pasa muy rápido, la puerta se rompe de un solo golpe, una multitud entra en tropel, me agarran de los pelos y me arrastran afuera, el hombre desaparece, lo ignoraron adrede. El sol de media mañana es intenso y el grito de esta turba me paraliza. Me paro, trato de seguir el paso de los que me arrastran, caigo, sangro, sigo, no comprendo, estoy en shock.
    Me tiran al centro de una ronda de hombres bien vestidos y con rostro duro, menos uno que los mira como perplejo. La acusación pública que me formulan es verdadera y severa. Se me congela la vida, mis hijos llenan mi mente cuando pronuncian que debo morir apedreada inmediatamente, a la vista de todos.
    Pero esperan la respuesta de ese juez con ojos distintos. Está agachado con las manos en el suelo mientras los rumores en espera de la validación de la sentencia aumentan su volumen, no me mira. Tiemblo.
La turba insiste y sin levantarse les dice algo. No logro escucharlo, pero al silencio que provocó sí lo puedo oír. Tiemblo.
    De a uno se retiran en silencio y escapando de la mirada de los demás. Las sombras que me rodean desaparecen y me abraza nuevamente el sol. Pero aún tiemblo. El juez de ojos distintos me mira. Sus ojos lastiman, embriagan, atrapan, tienen el poder de hacer que el calor vuelva a mi sangre. Sus ojos me iluminan por dentro como si nada se le escapase. Me pregunta dónde están los que me trajeron hasta aquí para condenarme, le respondo que se fueron todos, que no queda nadie de los que me condenaban. El de ojos distintos me dice que él tampoco me condena, que me levante, me vuelva a mi casa y cambie de vida.
Lo que me iluminaba por dentro me rodeó y me llenó de paz, mi mente se aclaró y lo decidí. Voy a seguir su consejo. Sé qué hacer para seguir su consejo.





Elbio R. Lezchik

sábado, 4 de mayo de 2013

Cosas de padres


Un buen y exitoso empresario tenía 2 hijos junto a los cuales conducía su conglomerado de empresas. Carlos, uno de ellos, Director General para Medio Oriente e Indias, luego de una reunión de directores le dice: 
-Papá, quiero mi parte de la empresa, la quiero en efectivo, yo me voy. 
La incredulidad se refleja en su rostro, y un cosquilleo en el pecho lo deja paralizado. Su hijo es arriesgado y valiente, lo que se propone lo logra, sus éxitos son evidentes, por eso ocupa ese puesto tan estratégico para el crecimiento de la empresa. El padre lo conoce bien, si tomó la decisión sólo él la revertirá, nada ni nadie más. Ernesto, hermano mayor de Carlos y Director General de Finanzas e Inversiones, administrador fiel que no levanta una aguja del piso si no es suya, irreprochable en el control y auditoria de las gestiones que estén relacionadas con el dinero y patrimonio de la familia, lo escucha sin decir palabra porque sabe el daño que su hermano está provocando. Pero también conoce muy bien a Carlos, y conoce a su padre. Culminadas todas las gestiones legales y bancarias, Carlos toma su automóvil y deja kilómetros tras su caño de escape.
La reestructuración en la empresa a causa del hueco provocado por Carlos es dolorosa y no tan rápida como se quisiera. Al enterarse los inversores de este repentino abandono, dudaron de la permanencia de la empresa y la castigaron vendiendo sus acciones provocando una rápida pérdida en las cotizaciones. Pero al fin se logró estabilizarla y el mercado volvió a confiar en ella.
Por fin, dice Carlos, esto es vida, basta de reuniones de Directorio, de cumplir horarios, de obedecer a mi padre, de tener cuidado en no manchar “el nombre”..., y gracias a sus virtudes accedió a lo más selecto de la sociedad. Mucho dinero, simpatía y el mejor automóvil dieron el toque final a la nueva imagen de Carlos.
       
      "Actualidad: Dubai World sorprendió la semana pasada a los mercados mundiales al anunciar que pedirá a sus acreedores un aplazamiento de por lo menos seis meses en el pago de 26 mil millones de dólares que adeuda, mientras reestructura sus finanzas. El anuncio estremeció los mercados financieros del mundo al temer los inversionistas el posible impago de Dubai World, además de ser un posible indicio de problemas económicos globales más amplios que puedan minar la incipiente recuperación global tras la peor crisis económica acaecida en décadas, anuncia Milenio.com"

Frente a esta nueva crisis internacional, Ernesto informa al plenario de Directores que se han tomado todos los recaudos para afrontar esta ola que amenaza con arrasar la endeble economía globalizada, y bajo el férreo mando de su padre la empresa permanece estable. Mientras tanto, Carlos comienza a ser castigado por la crisis financiera y todo su sustento desapareció. Cuando veía a un amigo suyo pasar en su vehículo acudía a él para solicitar su apoyo, pero solo encontraba su reflejo en los polarizados vidrios de los automóviles que pasaban de largo. Entonces recordó la casa de su padre. Lo que en primer momento era malo ya no lo era tanto. Decide volver. Humillado por la vida y abandonado por sus amigos emprende el regreso como un vagabundo. Hace noche en los albergues que le brindan comida y una cobija, y si no los encuentra, junto a algún recodo del camino que lo proteja de la intemperie.
        -¿Quién este que aparece en las pantallas de las cámaras de seguridad de la entrada? -se pregunta el guardia de seguridad- 
No se le permite el acceso, ¡aléjese! -le ordena.
Su padre, que desde el día que Carlos se marchó no dejaba de mirar las cámaras por si en ellas aparecía la imagen de su hijo, pudo reconocerle a pesar de su mal aspecto y baja con el corazón en la garganta por el ascensor desde su oficina hasta la recepción. Le grita su nombre, y las palabras “¡Carlos, hijo mío! resuenan en el lobby. Carlos, apenas articula palabra mientras es apretado contra el pecho de su padre y huele ese perfume tan familiar que impregna sus trajes.
-Te ofendí y les hice un daño terrible a todos, solo que les extraño y quisiera, al menos, que me permitas trabajar en la limpieza de tus oficinas -le dice Carlos apenas su padre afloja un poco el abrazo.
Pero él no lo escuchó porque ya estaba ordenando a su secretaria ejecutiva que llame al diseñador de ropa de la familia para que haga ropa nueva a Carlos, llame al médico de la empresa para que le realice los controles necesarios, avise en casa que preparen el baño y ropa limpia que en 15 minutos llego con Carlos.
-Ah, y organice para esta noche una recepción invitando a todos los empleados y amigos en honor a Carlos que ha regresado y retomará sus funciones en la empresa.
Entrada la noche, llega Ernesto luego de un largo día de auditorías y reuniones en la Bolsa de Comercio dispuesto a escribir su memorando antes de retirarse a su casa a descansar. Lo sorprende que a esta hora haya tanta gente en la empresa, las luces encendidas, y ... ¿música?
-¡Guardia!- grita. -¿Qué significa todo esto?
-Es que su hermano Carlos ha regresado y su padre ha organizado esta recepción en su honor -le responde el guardia.
Sorprendido, perplejo y sin lograr entender lo que está pasando, recurre a su memoria y repasa cada uno de los grandes problemas que generó la ida de Carlos, los problemas financieros que provocó y la casi quiebra del conglomerado de empresas, y el furor le cubrió el rostro.
-¿Qué ha hecho mi padre? ¿Cómo es posible que pase por alto todo el mal que nos hizo? -dice.
Mientras escuchaba sus propios pensamientos, la voz de su padre llamándolo lo volvió a la realidad.
-¡Ernesto, pasa, mira lo que ha sucedido, Carlos ha regresado, qué bueno, estoy tan feliz, ven Ernesto, vamos a festejar en familia!
- Pero, ¿qué te pasa papá? ¿no recuerdas todo lo que nos hizo? Y encima, luego de tanto tiempo y que ya nos habíamos olvidado de él, para bochorno de la familia ¡lo recompensas frente a todos los periodistas! ¿Y a mí qué? ¡Nunca me diste nada, nunca me ofreciste hacer una fiesta ni para mis pocos amigos!
       -¿Qué dices Ernesto?  - le responde su padre - si todo lo que tengo es tuyo y estás siempre conmigo, pero Carlos se había alejado y hasta lo creíamos muerto, pero está vivo y con nosotros otra vez, y eso es lo importante, por eso hago fiesta.

domingo, 21 de abril de 2013

ALAS


Las siestas de verano en Villa Berthet, en el corazón del monte chaqueño, transcurren lentas y silenciosas al arrullo de las chicharras. Como el calor hace del colchón un enemigo, el acostarse a dormir la siesta suele ser un intento más que una realidad. Entonces no queda otra que, al amparo de una umbrosa galería o de una planta de mango o de pomelo rosado, aparezca el mate, la yerba, unos yuyos aromáticos y que el agua fresca comience a regalar la rehidratación en manos de un rico tereré. Las calles polvorientas se asemejan a un horno y están desiertas; nadie hasta eso de las cinco de la tarde se anima a transitarlas. La plaza principal es un paraíso de sombras y flores con los troncos de los árboles prolijamente pintados de blanco, con bancos a la par de los caminitos internos y juegos para niños en la esquina que da a la escuela, pero el rigor del sol la mantiene quieta y adormilada. Los primeros en salir del reparo de las sombras son los dueños de los comercios del centro que no bien llegan a sus negocios, abren las puertas y prenden los ventiladores para ventilar el encierro del local. Luego riegan las veredas de ladrillos para refrescarlas y sacan las sillas a la puerta bien cerquita del palenque a la espera de los clientes. Mientras tanto dure esta espera, el tereré hace nuevamente su aparición y la rueda se agranda con los dueños y empleados de los negocios lindantes. 
Las charlas transcurren lentas y con la cadencia del acento norteño. Los inmigrantes tomaron prestado ese acento y al hablar con sus paisanos en su lengua madre, esta también quedó afectada por esa particular cadencia. En el pueblo la mayoría de los colonos son inmigrantes eslavos pero también hay algunos judíos, turcos, alemanes y paraguayos.
La escuela primaria es un verdadero crisol donde cada niño habla, además de su lengua familiar, algo de la lengua de sus compañeros, el guaraní y el escaso español que logra enseñarles el maestro para que puedan cursar sus estudios. Es habitual que los niños de las chacras hablen su idioma materno y el guaraní y nada de español al ingresar a la escuela, por lo que el maestro debe encarar todo un desafío para introducirlos al idioma nacional.
En las veredas aún mojadas las conversaciones rondan en los hechos recientes del pueblo o sobre algún familiar de algún paisano que no está presente. Siempre es apasionante estar al tanto de lo que pasa en el pueblo y es habitual que alguien llegue a tomarse unos tererés solo para contar algo que haya sucedido o enterarse de algo que aún no le hayan dicho. Si en esos momentos llega un cliente criollo, la conversación no se interrumpe, sino que continúa en la lengua de cada raza. Por eso no llamó la atención la llegada del comisario que luego de apoyar la bicicleta en el árbol saluda a todos con la debida atención y se dirige a conversar con don Iván.
Don Iván tiene dos hijos, Andrey y Mijaíl, que son solteros y viven todavía en  casa de sus padres. Ellos atienden una sucursal del negocio de venta de ropa y telas a pocas cuadras de allí, justo cruzando en diagonal la plaza central.
            -Buenas tardes don Iván –lo saluda el comisario tocándose el borde de su gorra.
            -Buenas tardes comisario –responde don Iván al saludo con su habitual amabilidad- ¿qué lo trae por aquí?
            -Bueno –dice mientras se saca la gorra y se acomoda los cabellos para atrás- es que anduve de ronda por la parada de los colectivos y me llamó la atención no verlo por allí –le dice.
Don Iván levanta las cejas y frunce media nariz.
            -¡Ehhh! –exclama sin entender.
-Don Iván – le dice el comisario-, ¿sabe usted que sus hijos recién se subieron al colectivo que va la capital con grandes bolsos? Me llamó la atención que usted no estuviera allí, por eso vine a verlo, me pareció que algo no andaba bien.
Sus ojos color cielo se cerraron y mil nubes negras oscurecieron sus pensamientos.
-¿Qué está pasando? –dice para sí y trata de mantener la postura frente del policía amigo.
-¿Qué es lo que me decís de mis hijos? –le pregunta como para confirmar que escuchó mal.
-Que sus hijos se subieron en el colectivo de la tarde que va a la capital con muchos bolsos y …
En este punto don Iván no pudo contenerse más, deja a los paisanos y a su esposa y corre las tres cuadras que separan los dos comercios. Al llegar lo encuentra cerrado. Busca entre sus llaves la que abre los candados, levanta la persiana y entra al oscuro salón. Prende las luces y lo que ve lo paraliza. Las estanterías están casi vacías, falta todo el dinero de la caja y también el que se había escondido para la reposición de lo vendido. Cierra y regresa a su comercio. Allí su esposa lo espera con mucha angustia y sus ojos vidriosos le suplican una explicación.
-Los muchachos se fueron –le dice, y se sostienen en un doloroso abrazo.
El colectivo hace una parada de quince minutos en un pueblo a sesenta kilómetros y don Iván se dirige con su vehículo hasta allí. Lo encuentra justo antes de retomar su camino y le pide permiso al chofer y sube al colectivo; con ojos nerviosos busca el rostro de sus hijos hasta que los encuentra. Se dirige a ellos y con manos temblorosas les tiende un sobre.
-Tomen -les dice con el llanto anudado en la garganta-, con lo que se llevaron no les va a alcanzar para iniciar nada. Con este dinero les será más fácil.

Don Iván desciende y el colectivo continúa su camino.


Elbio R. Lezchik

jueves, 11 de abril de 2013

Había una vez


Hoy es martes y, como todos los martes por la tarde, Doña Mercedes reúne a sus siete nietos para agasajarlos con la merienda y hacerlos jugar, ora en su patio, ora en su living. Tiene todo preparado: el chocolate, la torta, algunos bizcochos, juegos didácticos, juguetes que ha comprado desde que nació el primero de ellos, revistas, tijeras, pinturas y pegamentos para hacer un collage y muchas cosas más guardadas en su imaginación para provocar que entre los primos se generen lazos fuertes de amistad. Sabe cómo tratarlos. Primero los cansa con juegos llenos de movimiento. Al rato, cuando nota que la casi infinita energía que tienen va menguando, los lleva en fila al baño para que las manos y la cara recuperen su apariencia habitual. Terminado este divertido procedimiento, todos van al comedor. Cada uno tiene su lugar a la mesa ya asignado y lo ocupan, como corresponde, en forma desordenada provocando la caída habitual de alguna silla. Minimizado el caos, se toman de la mano para dar gracias a Dios por los alimentos. Doña Mercedes designa al responsable de dirigir la plegaria y todos cierran los ojos, pero solo por un momento. Una graciosa voz aguda hace la oración entre las pequeñas risas y guiños de los otros primos nombrando a cada uno de los presentes y pidiendo a Dios por los motivos más diversos que le vengan a la memoria en ese momento. Por el trabajo del tío Adrián, por la nariz del tío Augusto que se operó, porque pudieron ir de vacaciones, por la casita, por la rica torta y amén. Y hacen desaparecer la merienda. Cuando el primero intenta dejar la mesa para seguir a su instinto de niño, Doña Mercedes los lleva a la sala y los hace sentar en rueda alrededor de su sillón. Tiene una historia para contarles. Mirándolos para que hagan silencio, comienza el relato.
“Había una vez en un país muy lejano un señor y una señora muy viejitos que tenían mucho dinero. Tenían muchos animales en el campo y mucha gente que trabajaba para ellos. Eran dueños de una casa muy pero muy bonita y grande y tenían una señora que cocinaba, otra que lavaba la ropa y las planchaba, otra que limpiaba toda la casa y otra que hacía las compras. Pero no tenían hijos. Y eso los ponía muy tristes porque tampoco tenían nietos para traerlos a jugar como a ustedes y prepararles una rica merienda. La señora se llamaba Sara y el esposo se llamaba Abraham.
“Abraham oraba a Dios todas las noches y, como sabía que Dios siempre escucha todas las oraciones y los cuida, le contaba que estaba muy triste porque no tenía hijos. Veía a su esposa que también estaba triste porque no había podido ser mamá y eso lo hacía llorar mucho.
“Una noche de verano Abraham no podía dormir a causa del gran calor, estaba todo transpirado y se levantó de la cama. En esa época no habían inventado todavía los acondicionadores de aire ni los ventiladores. Entonces se fue a la sala para orar, abrió las ventanas y se sentó al lado de ellas para que el poco viento de la noche lo refrescara. Mientras oraba Dios le habla y le pide que salga a la oscuridad del patio. Allí le dice:
-Mira al cielo y cuenta todas las estrella que ves.
“Abraham comenzó a contarlas. Una, dos, tres, cuatro, .., noventa y nueve, cien. Pero había más. Quiso seguir contándolas, pero se les mezclaban. ¿A esa la conté?, se preguntaba, y volvía a contarlas, pero las estrellas son tantas que no pudo hacerlo. Entonces Dios le dijo:
-Tendrás tantos hijos y nietos y bisnietos que no podrás contarlos ni traerlos a todos juntos a tu casa a tomar la merienda, porque no entrarán. Y tantos serán los primitos que siempre van a ser un montón para jugar.
“Y a Abraham le gustó mucho lo que Dios le dijo y le creyó.
“A la mañana siguiente, mientras desayunaban juntos, Abraham le cuenta a Sara todo lo que había pasado a la noche. Sara creyó que Dios se burlaba de ella. Cuando terminaron de desayunar, ella se quedó pensando en lo que le había contado Abraham. Pensó y pensó en eso hasta que se le ocurrió una idea brillante, le propuso a Abraham alquilar un vientre para que ella pueda ser la madre del bebé que nacería de su marido. Le dijo que Agar, una de las muchachas que trabajaban en la casa, lo haría, que ella organizaría todo y que no habría problemas. Abraham aceptó.
“Pasaron varias semanas y el vientre de Agar comenzó a crecer con el bebé adentro. Cada día tenía la panza más grande y cada día Sara y Agar se querían menos. Comenzaron a pelearse por cualquier cosa, Agar se burlaba de Sara porque Sara era viejita y no podía tener hijos ...
“Eso puso a Sara muy pero muy triste y se encerraba en el dormitorio a llorar.
“De tanto trabajo que tenía, Abraham no se había dado cuenta de estas peleas hasta el día que Sara le cuenta todo lo que estaba pasando; le contó que estaba llorando por las burlas de Agar y que no podía soportar más esta situación. Le dijo montones de cosas malas sobre ella hasta tal punto que Abraham le aconseja que se vengue y le haga lo mismo o peor. Pero Dios estaba escuchando y a Él no le gustan esas cosas.
“Sara comenzó a tratar mal a Agar. Todos los días la insultaba y la obligaba a trabajar mucho más que antes. Si no hacía todas las cosas que le ordenaba, la castigaba.
“Pero un día, Agar no pudo soportarlo más y se escapó de la casa.
“Caminó mucho por el campo. No pudo tomar ningún colectivo porque todavía no se habían inventado. Así que caminó y caminó con la panza muy grandota. A veces le dolía y tenía que parar y comenzaba a llorar porque sabía que su bebé estaba sufriendo. Llegada la tarde no pudo seguir más.
“Mientras pensaba que iba a hacer, un señor muy extraño se le acercó y la llamó por su nombre. ¿Quién sería este señor que conocía su nombre? Era alto, con muchos músculos y parecía que de su piel salía como una luz que brillaba más que el sol. Era un ángel de Dios.
- Agar –le dice el ángel- ¿qué haces aquí con el calor que hace?
- Me escapé de la casa donde vivo –le respondió Agar-  porque doña Sara, la dueña de la casa, me maltrata mucho y ya no lo puedo soportar.
- Regresa a la casa de Sara y quédate allí que es tu lugar y Dios te cuidará y no te pasará nada –le dijo el ángel-. Además, cuando tu hijo nazca le pondrás de nombre Ismael y vas a tener muchos nietos y muchos bisnietos porque Dios vio y escuchó lo que te estaba pasando y me mandó a buscarte.
“Y así fue como Agar regresó a la casa de Sara y Abraham y se quedó allí hasta que nació Ismael.
“Ismael comenzó a crecer y crecer. Comía toda la comida que la mamá le preparaba y estudiaba mucho. Su papá Abraham le enseño a trabajar en el campo y a criar ovejas, vacas y camellos. Como era el hijo del dueño, todos lo querían mucho y lo respetaban. Abraham le enseñaba a obedecer a Dios en todas las cosas y que viva haciendo lo bueno y que sea justo con todos los hombres en todas las cosas.
“Cuando Ismael tenía catorce años, nació su hermanito Isaac. Pero no de la panza de su mamá Agar, sino que de la panza de Sara. ¡Todos estaban asombrados! Por todo el campo y por los pueblos vecinos se comentaba que una señora muy viejita había quedado embarazada y ¡ya había nacido el bebé! Todos iban a visitarlos y a curiosear, pues era algo increíble.
-¿Cómo puede ser –se preguntaban todos– que un hombre de cien años y una mujer de noventa pueden ser padres?
“Pero Abraham que conocía la respuesta, se las repetía una y otra vez al que se lo preguntase.
–Dios -les decía– me dijo que Sara quedaría embarazada y me daría un hijo. Y como no hay nada imposible para Dios, aquí está Isaac, mi hijo, el hijo de mi esposa Sara.
   “Ismael, que no se perdía nada de lo que pasaba, busca corriendo a su mamá y le pregunta qué iba a ser de ellos ahora que su patrona Sara tenía su propio hijo. Agar lo abrazó, lo sentó a upa y le recordó que el día que había escapado de la casa de Sara, Dios le había dicho que él, Ismael, tendría muchos hijos y que sería muy valiente y fuerte, que Dios había cumplido la promesa que les había hecho a Sara y Abraham por imposible que pareciera, que era evidente que no había nada difícil para Dios, y que por lo tanto, lo que debían hacer ellos, era confiar en Dios y en sus promesas.
“Pero poco tiempo pasó hasta que ocurriese lo que Ismael temía. Sara molestó tanto a Abraham diciéndole que no quería que su hijo Isaac se junte con Ismael, que no le gustaba la cara que tenía Ismael, que Agar era mala, que mirá lo que hizo Ismael, que mirá lo que me hizo Agar, que patatín, que patatán, todos los días, que se cansó y decidió echarlos a los dos de la casa.
“Abraham llama a Agar y le pide que tome a su hijo Ismael, que guarden todas sus cosas en bolsos y que se vayan lejos, a otro lugar, pues ya no vivirían más allí.
“Cuando Ismael escucha la noticia, comienza a llorar. ¿Dónde está Dios?, se preguntaba. ¿Dónde está ese Dios bondadoso y todopoderoso del que le hablaba todas las noches su padre Abraham? Porque sí, su padre Abraham lo abandonaba, ya no lo quería como hijo.
“Caminaron mucho por el desierto y las montañas, descansaban las siestas en alguna cueva que encontraban y cuando refrescaba continuaban caminando hasta que el agua se les terminó. No sabían qué hacer ni a dónde ir; allí no había ciudades cerca.
“Ismael tenía mucha sed y mucha hambre; se acostó debajo de un árbol para dormitar un poco y ve que su madre se aleja de él, que también lo abandona. La desesperación lo envolvió.
 -¡Mamá! –grita entre lágrimas- , ¡mamá no dejes solo! –le pide suplicando.
“Se quiso levantar, pero no tenía fuerzas, el hambre, el sol y la sed lo estaban matando y su madre ya estaba lejos.
“Pero Dios lo estaba escuchando y envía rápidamente un ángel.
-Agar ¿qué haces allí? –le dice el ángel mientras bajaba del cielo–. No tengas miedo porque Dios ha oído el clamor de Ismael. Vuelve a su lado porque de él saldrá una nación grande.
“Cuando el ángel termina de hablarle, Agar se seca las lágrimas de los ojos y ve, de repente, un pozo lleno de agua. Rapidísimo llena las botellas que tenía y corre para darle de beber a Ismael. El Dios todopoderoso no los había abandonado.
El timbre provoca un sobresalto en los primitos que tenían impregnada la imagen del ángel hablando con Agar en sus pensamientos. Era Tía Marisa que venía a buscar a sus hijos.
Doña Mercedes se levanta a atender y con un beso se va despidiendo de cada nieto que es buscado por sus padres.


Elbio R. Lezchik

sábado, 9 de marzo de 2013

Caminar para creer



Resulta que a Jesús se le dio por caminar. Él siempre caminaba, le gustaba, le divertía hacerlo. Si bien yo tenía las sandalias de última generación que habían salido, ciento por ciento aptas para el tracking, confieso que me cansaba igual. Esa mañana apuntó para el oeste y hacia allí nos dirigimos. Nos hizo caminar ochenta kilómetros; ochenta, todos juntos, interminables, uno atrás de otro. Me llamó la atención salir de los límites de la tierra de Israel, esto no era algo habitual pues todo su ministerio lo había desarrollado dentro del pueblo escogido, pero ahora pisábamos tierra impura, suelo de paganos, lleno de gentiles incircuncisos por todos lados. Bueno, debo confesar que nos hizo pisar suelo Samaritano también, eso debería habernos preparado. Recuerdo la primera vez, para mí fue terrible, ¡y dormimos allí dos días! La ciudad se llamaba Sicar y a causa de una mujer que habló con Jesús y quedó expuesta totalmente ante él, todo el pueblo creyó y nos obligaron a quedarnos con ellos ese tiempo. Pero esos días resultaron bellísimos y sus enseñanzas extraordinarias. El rostro de Jesús estaba radiante, disfrutaba mucho el hecho de que las personas le reconociesen como Mesías y conociesen la verdad. Para Jesús siempre era el tiempo de cosechar, nunca decía “todavía faltan algunos meses para la siega”, o se excusaba en el cansancio o el hambre (ese día yo estaba casi famélico y él no quiso probar bocado alguno), no, para él siempre era hoy, ya, en este momento. Pero esto lo recuerdo ahora que escribo, pues mientras veía a lo lejos la ciudad de Tiro mi interior se revolvía.
Entramos a casa de un judío que residía allí y que un tiempo atrás había viajado expresamente a Galilea para escuchar a Jesús pues su fama se había extendido hasta el mar. Llegó justo el día en que todo el pueblo estaba en la ladera de la montaña y Jesús nos presentó las leyes del Reino de Dios. El cambio de opinión sobre quiénes eran los bienaventurados nos dejó a todos asombrados. Yo creía y había trabajado para el gobierno romano hasta ese día con el propósito de amasar una fortuna aceptable y, de ese modo, lograr la felicidad de mi familia y la mía; pero sus palabras me cambiaron el punto de vista y el orden de las prioridades. Y a este compatriota también, por lo que nos recibió en su casa con agrado, a los trece, y nos agasajó con lo mejor que tenía.
Creo que una de las empleadas domésticas que fue al mercado desparramó la noticia de que estábamos allí, pues de repente comenzamos a escuchar a una mujer que llamaba a Jesús desde la calle. Al parecer, por sus dichos, sabía perfectamente quién era él, pues lo llamaba Hijo de David. Sus gritos desgarrados pidiendo compasión me cerraron la garganta y ya no pude probar bocado, no me pasaba nada. Ella solicitaba que Jesús sane a su hija, ¡que no estaba allí!, pues estaba poseída por un demonio y este la estaba atormentando terriblemente. A Jesús, no entiendo bien por qué, no se le cerró la garganta para continuar con la comida, sino que hizo oídos sordos y la ignoró. La multitud de vecinos no tardó a acercarse y nosotros ya estábamos nerviosos y cansados de tanto griterío. Por el patio interior de la casa salimos a un pasillo que nos permitió retirarnos sin ser vistos. Eso creí hasta que un “¡Señor, hijo de David, ten compasión de mí!” nos sorprendió. Era la misma mujer que corría hacia nosotros, y antes de que pudiésemos reaccionar, se arrojó a los pié de Jesús, le abrazó las rodillas con todas sus fuerzas, no las soltaba, no lo dejaba mover. Sus lágrimas de dolor le habían desfigurado el rostro. “¡Señor - le decía - mi hija sufre terriblemente por estar endemoniada, por favor, sánala!” La gente de la zona no tardó en rodearnos, todos estaban expectantes de lo que sucedería. Nos miramos entre nosotros y decidimos decirle al Señor que atendiera a sus ruegos para evitar mayores escándalos y nos respondió que él había sido enviado a las ovejas perdidas de Israel, no a los gentiles. La mujer escuchó esa respuesta, pero no lo soltó y no dejó de insistirle que sane a su hija, sino que le suplicó, nuevamente a los gritos, que la ayudara. El Señor la mira y el diálogo que se desata es increíble. Lo siguiente es lo más fiel a lo acontecido que recuerdo.
-         No es correcto quitarle el pan a los hijos para dárselos a los perros - le dice Jesús.
-         Es así, es verdad lo que dices Señor- le responde ella -, pero también es verdad que siempre caen migas al piso, migas que lo perros que están en el lugar y en el momento justo comen y así, también ellos y sin que se lo impidan, disfrutan del mismo banquete que los hijos.
Lo que continuó fue explosivo. A Jesús se le iluminó el rostro, su sonrisa se mezcló con el gesto de gozo que le produjo esta respuesta y le dijo:
-         ¡Mujer, qué grande es tu fe!, vuelve a tu casa en paz que tu hija está libre.
Al escuchar esto, la mujer mira a Jesús directo a los ojos y veo la expresión de total alegría y completa paz de su cara, sus lágrimas parecían diamantes que regalaban miles de arco iris a todos los que allí estábamos. Sin decir palabra alguna, no creo que pudiese haber articulado alguna, se alejó corriendo hacia su casa.
No habíamos terminado de salir de Tiro que nos llega la noticia de que al llegar a su casa, esta mujer encontró que su hija estaba libre y, como no había ocurrido en tantos años, recostada tranquila en su cama.
Es asombroso, una extranjera había comprendido mucho antes que nosotros el ejemplo de la fe y el grano de mostaza.
Y caminamos de regreso los ochenta kilómetros que nos separaban del mar de Galilea.


Elbio R. Lezchik