No es de los primeros en despertarse,
pero apenas comienzan los movimientos en la casa, su liviano sueño huye y su primera
impresión matinal lo repugna nuevamente. No se acostumbra a ello, lo rechaza,
lo aborrece. Llama por ayuda, pero esta se tarda. Nadie está a su entero
servicio, sino que cada uno en lo suyo aparta de su tiempo para atenderlo, pero
como casi siempre a esta hora la mayoría duerme, no quiere elevar la voz.
Es difícil acostumbrarse a depender
de la buena voluntad de los demás, depender de ellos para que le preparen los
alimentos, le laven la ropa y lo lleven al hospital de día. Todos trabajan y
nadie puede quedarse de continuo a su lado.
-¡Buen día a todos! –dice con voz
pausada al ingresar al hospital.
-¡Buen día Carlos! –le responden los
de más cerca.
Y llega a su lugar. Ya tiene ese
espacio reservado en exclusividad para él. No porque haya pagado o se lo
asignaran por concurso público, sino porque es uno de los más antiguos allí.
-Deja que acomode tu mochila aquí –le
dice un asistente.
-Gracias –le responde.
-¿Podrías traerme el libro, ..el
–jadea– libro que –jadea nuevamente- que
estaba leyendo ayer? –le solicita con casi un hilo de voz.
-Recuéstate –le indica el asistente
mientras le acomoda la cabeza y los pies– respira tranquilo y trata de
relajarte –le indica.
Su estado general de salud no empeoró
notoriamente, pero su vieja afección cardíaca lo ha invalidado casi totalmente.
No puede hacer ningún tipo de esfuerzos y
lo cuidan tanto que los suyos han llegado hasta el punto en que no le dan
ninguna noticia que pueda afectar sus sentimientos, pues toda la familia teme
que su corazón no lo soporte. Pasaron treinta y ocho años desde su primer
infarto y ya es bisabuelo, pero nunca ha podido alzar a sus nietos ni jugar con
ellos y menos con sus bisnietos.
-Mis nietos –dice en voz baja y
recostado mientras sus ojos se llenan de lágrimas– Dios, son bellos, y sus
pequeñines son reflejo de tu hermosura –susurra una oración entre labios
mientras se tranquiliza– yo no los puedo abrazar ni llevar en andas, pero tú sí
lo puedes hacer. Llévalos en tus brazos y no los dejes caer –le suplica al Todopoderoso
en un silencioso llanto entrecortado.
-¿Quieres ser sano, Carlos? –le pregunta.
-He hecho todo lo que pude con estas
mis fuerzas que hoy no son ningunas –responde con la sonrisa y el bullicio de
su familia aún en su mente– pero la salud me es esquiva.
-Carlos, levántate y ve a tu casa –le
ordena.
Su familia desapareció de su mente al
mismo tiempo que logró entender el diálogo que mantenía con …
-¿Quién me habló? –preguntó a sus
amigos.
Pero estos estaban cada uno en sus
actividades y no prestaron atención a su pregunta y el personal entraba y salía
cada uno al ritmo de sus actividades. Su corazón explotaba en su pecho, pero no
le dolía. Tomó sus cosas, las metió en su mochila y ante la atónita mirada de todos
se la cargó a su espalda y apuró el paso hacia su casa.
Elbio R. Lezchik