domingo, 21 de abril de 2013

ALAS


Las siestas de verano en Villa Berthet, en el corazón del monte chaqueño, transcurren lentas y silenciosas al arrullo de las chicharras. Como el calor hace del colchón un enemigo, el acostarse a dormir la siesta suele ser un intento más que una realidad. Entonces no queda otra que, al amparo de una umbrosa galería o de una planta de mango o de pomelo rosado, aparezca el mate, la yerba, unos yuyos aromáticos y que el agua fresca comience a regalar la rehidratación en manos de un rico tereré. Las calles polvorientas se asemejan a un horno y están desiertas; nadie hasta eso de las cinco de la tarde se anima a transitarlas. La plaza principal es un paraíso de sombras y flores con los troncos de los árboles prolijamente pintados de blanco, con bancos a la par de los caminitos internos y juegos para niños en la esquina que da a la escuela, pero el rigor del sol la mantiene quieta y adormilada. Los primeros en salir del reparo de las sombras son los dueños de los comercios del centro que no bien llegan a sus negocios, abren las puertas y prenden los ventiladores para ventilar el encierro del local. Luego riegan las veredas de ladrillos para refrescarlas y sacan las sillas a la puerta bien cerquita del palenque a la espera de los clientes. Mientras tanto dure esta espera, el tereré hace nuevamente su aparición y la rueda se agranda con los dueños y empleados de los negocios lindantes. 
Las charlas transcurren lentas y con la cadencia del acento norteño. Los inmigrantes tomaron prestado ese acento y al hablar con sus paisanos en su lengua madre, esta también quedó afectada por esa particular cadencia. En el pueblo la mayoría de los colonos son inmigrantes eslavos pero también hay algunos judíos, turcos, alemanes y paraguayos.
La escuela primaria es un verdadero crisol donde cada niño habla, además de su lengua familiar, algo de la lengua de sus compañeros, el guaraní y el escaso español que logra enseñarles el maestro para que puedan cursar sus estudios. Es habitual que los niños de las chacras hablen su idioma materno y el guaraní y nada de español al ingresar a la escuela, por lo que el maestro debe encarar todo un desafío para introducirlos al idioma nacional.
En las veredas aún mojadas las conversaciones rondan en los hechos recientes del pueblo o sobre algún familiar de algún paisano que no está presente. Siempre es apasionante estar al tanto de lo que pasa en el pueblo y es habitual que alguien llegue a tomarse unos tererés solo para contar algo que haya sucedido o enterarse de algo que aún no le hayan dicho. Si en esos momentos llega un cliente criollo, la conversación no se interrumpe, sino que continúa en la lengua de cada raza. Por eso no llamó la atención la llegada del comisario que luego de apoyar la bicicleta en el árbol saluda a todos con la debida atención y se dirige a conversar con don Iván.
Don Iván tiene dos hijos, Andrey y Mijaíl, que son solteros y viven todavía en  casa de sus padres. Ellos atienden una sucursal del negocio de venta de ropa y telas a pocas cuadras de allí, justo cruzando en diagonal la plaza central.
            -Buenas tardes don Iván –lo saluda el comisario tocándose el borde de su gorra.
            -Buenas tardes comisario –responde don Iván al saludo con su habitual amabilidad- ¿qué lo trae por aquí?
            -Bueno –dice mientras se saca la gorra y se acomoda los cabellos para atrás- es que anduve de ronda por la parada de los colectivos y me llamó la atención no verlo por allí –le dice.
Don Iván levanta las cejas y frunce media nariz.
            -¡Ehhh! –exclama sin entender.
-Don Iván – le dice el comisario-, ¿sabe usted que sus hijos recién se subieron al colectivo que va la capital con grandes bolsos? Me llamó la atención que usted no estuviera allí, por eso vine a verlo, me pareció que algo no andaba bien.
Sus ojos color cielo se cerraron y mil nubes negras oscurecieron sus pensamientos.
-¿Qué está pasando? –dice para sí y trata de mantener la postura frente del policía amigo.
-¿Qué es lo que me decís de mis hijos? –le pregunta como para confirmar que escuchó mal.
-Que sus hijos se subieron en el colectivo de la tarde que va a la capital con muchos bolsos y …
En este punto don Iván no pudo contenerse más, deja a los paisanos y a su esposa y corre las tres cuadras que separan los dos comercios. Al llegar lo encuentra cerrado. Busca entre sus llaves la que abre los candados, levanta la persiana y entra al oscuro salón. Prende las luces y lo que ve lo paraliza. Las estanterías están casi vacías, falta todo el dinero de la caja y también el que se había escondido para la reposición de lo vendido. Cierra y regresa a su comercio. Allí su esposa lo espera con mucha angustia y sus ojos vidriosos le suplican una explicación.
-Los muchachos se fueron –le dice, y se sostienen en un doloroso abrazo.
El colectivo hace una parada de quince minutos en un pueblo a sesenta kilómetros y don Iván se dirige con su vehículo hasta allí. Lo encuentra justo antes de retomar su camino y le pide permiso al chofer y sube al colectivo; con ojos nerviosos busca el rostro de sus hijos hasta que los encuentra. Se dirige a ellos y con manos temblorosas les tiende un sobre.
-Tomen -les dice con el llanto anudado en la garganta-, con lo que se llevaron no les va a alcanzar para iniciar nada. Con este dinero les será más fácil.

Don Iván desciende y el colectivo continúa su camino.


Elbio R. Lezchik

jueves, 11 de abril de 2013

Había una vez


Hoy es martes y, como todos los martes por la tarde, Doña Mercedes reúne a sus siete nietos para agasajarlos con la merienda y hacerlos jugar, ora en su patio, ora en su living. Tiene todo preparado: el chocolate, la torta, algunos bizcochos, juegos didácticos, juguetes que ha comprado desde que nació el primero de ellos, revistas, tijeras, pinturas y pegamentos para hacer un collage y muchas cosas más guardadas en su imaginación para provocar que entre los primos se generen lazos fuertes de amistad. Sabe cómo tratarlos. Primero los cansa con juegos llenos de movimiento. Al rato, cuando nota que la casi infinita energía que tienen va menguando, los lleva en fila al baño para que las manos y la cara recuperen su apariencia habitual. Terminado este divertido procedimiento, todos van al comedor. Cada uno tiene su lugar a la mesa ya asignado y lo ocupan, como corresponde, en forma desordenada provocando la caída habitual de alguna silla. Minimizado el caos, se toman de la mano para dar gracias a Dios por los alimentos. Doña Mercedes designa al responsable de dirigir la plegaria y todos cierran los ojos, pero solo por un momento. Una graciosa voz aguda hace la oración entre las pequeñas risas y guiños de los otros primos nombrando a cada uno de los presentes y pidiendo a Dios por los motivos más diversos que le vengan a la memoria en ese momento. Por el trabajo del tío Adrián, por la nariz del tío Augusto que se operó, porque pudieron ir de vacaciones, por la casita, por la rica torta y amén. Y hacen desaparecer la merienda. Cuando el primero intenta dejar la mesa para seguir a su instinto de niño, Doña Mercedes los lleva a la sala y los hace sentar en rueda alrededor de su sillón. Tiene una historia para contarles. Mirándolos para que hagan silencio, comienza el relato.
“Había una vez en un país muy lejano un señor y una señora muy viejitos que tenían mucho dinero. Tenían muchos animales en el campo y mucha gente que trabajaba para ellos. Eran dueños de una casa muy pero muy bonita y grande y tenían una señora que cocinaba, otra que lavaba la ropa y las planchaba, otra que limpiaba toda la casa y otra que hacía las compras. Pero no tenían hijos. Y eso los ponía muy tristes porque tampoco tenían nietos para traerlos a jugar como a ustedes y prepararles una rica merienda. La señora se llamaba Sara y el esposo se llamaba Abraham.
“Abraham oraba a Dios todas las noches y, como sabía que Dios siempre escucha todas las oraciones y los cuida, le contaba que estaba muy triste porque no tenía hijos. Veía a su esposa que también estaba triste porque no había podido ser mamá y eso lo hacía llorar mucho.
“Una noche de verano Abraham no podía dormir a causa del gran calor, estaba todo transpirado y se levantó de la cama. En esa época no habían inventado todavía los acondicionadores de aire ni los ventiladores. Entonces se fue a la sala para orar, abrió las ventanas y se sentó al lado de ellas para que el poco viento de la noche lo refrescara. Mientras oraba Dios le habla y le pide que salga a la oscuridad del patio. Allí le dice:
-Mira al cielo y cuenta todas las estrella que ves.
“Abraham comenzó a contarlas. Una, dos, tres, cuatro, .., noventa y nueve, cien. Pero había más. Quiso seguir contándolas, pero se les mezclaban. ¿A esa la conté?, se preguntaba, y volvía a contarlas, pero las estrellas son tantas que no pudo hacerlo. Entonces Dios le dijo:
-Tendrás tantos hijos y nietos y bisnietos que no podrás contarlos ni traerlos a todos juntos a tu casa a tomar la merienda, porque no entrarán. Y tantos serán los primitos que siempre van a ser un montón para jugar.
“Y a Abraham le gustó mucho lo que Dios le dijo y le creyó.
“A la mañana siguiente, mientras desayunaban juntos, Abraham le cuenta a Sara todo lo que había pasado a la noche. Sara creyó que Dios se burlaba de ella. Cuando terminaron de desayunar, ella se quedó pensando en lo que le había contado Abraham. Pensó y pensó en eso hasta que se le ocurrió una idea brillante, le propuso a Abraham alquilar un vientre para que ella pueda ser la madre del bebé que nacería de su marido. Le dijo que Agar, una de las muchachas que trabajaban en la casa, lo haría, que ella organizaría todo y que no habría problemas. Abraham aceptó.
“Pasaron varias semanas y el vientre de Agar comenzó a crecer con el bebé adentro. Cada día tenía la panza más grande y cada día Sara y Agar se querían menos. Comenzaron a pelearse por cualquier cosa, Agar se burlaba de Sara porque Sara era viejita y no podía tener hijos ...
“Eso puso a Sara muy pero muy triste y se encerraba en el dormitorio a llorar.
“De tanto trabajo que tenía, Abraham no se había dado cuenta de estas peleas hasta el día que Sara le cuenta todo lo que estaba pasando; le contó que estaba llorando por las burlas de Agar y que no podía soportar más esta situación. Le dijo montones de cosas malas sobre ella hasta tal punto que Abraham le aconseja que se vengue y le haga lo mismo o peor. Pero Dios estaba escuchando y a Él no le gustan esas cosas.
“Sara comenzó a tratar mal a Agar. Todos los días la insultaba y la obligaba a trabajar mucho más que antes. Si no hacía todas las cosas que le ordenaba, la castigaba.
“Pero un día, Agar no pudo soportarlo más y se escapó de la casa.
“Caminó mucho por el campo. No pudo tomar ningún colectivo porque todavía no se habían inventado. Así que caminó y caminó con la panza muy grandota. A veces le dolía y tenía que parar y comenzaba a llorar porque sabía que su bebé estaba sufriendo. Llegada la tarde no pudo seguir más.
“Mientras pensaba que iba a hacer, un señor muy extraño se le acercó y la llamó por su nombre. ¿Quién sería este señor que conocía su nombre? Era alto, con muchos músculos y parecía que de su piel salía como una luz que brillaba más que el sol. Era un ángel de Dios.
- Agar –le dice el ángel- ¿qué haces aquí con el calor que hace?
- Me escapé de la casa donde vivo –le respondió Agar-  porque doña Sara, la dueña de la casa, me maltrata mucho y ya no lo puedo soportar.
- Regresa a la casa de Sara y quédate allí que es tu lugar y Dios te cuidará y no te pasará nada –le dijo el ángel-. Además, cuando tu hijo nazca le pondrás de nombre Ismael y vas a tener muchos nietos y muchos bisnietos porque Dios vio y escuchó lo que te estaba pasando y me mandó a buscarte.
“Y así fue como Agar regresó a la casa de Sara y Abraham y se quedó allí hasta que nació Ismael.
“Ismael comenzó a crecer y crecer. Comía toda la comida que la mamá le preparaba y estudiaba mucho. Su papá Abraham le enseño a trabajar en el campo y a criar ovejas, vacas y camellos. Como era el hijo del dueño, todos lo querían mucho y lo respetaban. Abraham le enseñaba a obedecer a Dios en todas las cosas y que viva haciendo lo bueno y que sea justo con todos los hombres en todas las cosas.
“Cuando Ismael tenía catorce años, nació su hermanito Isaac. Pero no de la panza de su mamá Agar, sino que de la panza de Sara. ¡Todos estaban asombrados! Por todo el campo y por los pueblos vecinos se comentaba que una señora muy viejita había quedado embarazada y ¡ya había nacido el bebé! Todos iban a visitarlos y a curiosear, pues era algo increíble.
-¿Cómo puede ser –se preguntaban todos– que un hombre de cien años y una mujer de noventa pueden ser padres?
“Pero Abraham que conocía la respuesta, se las repetía una y otra vez al que se lo preguntase.
–Dios -les decía– me dijo que Sara quedaría embarazada y me daría un hijo. Y como no hay nada imposible para Dios, aquí está Isaac, mi hijo, el hijo de mi esposa Sara.
   “Ismael, que no se perdía nada de lo que pasaba, busca corriendo a su mamá y le pregunta qué iba a ser de ellos ahora que su patrona Sara tenía su propio hijo. Agar lo abrazó, lo sentó a upa y le recordó que el día que había escapado de la casa de Sara, Dios le había dicho que él, Ismael, tendría muchos hijos y que sería muy valiente y fuerte, que Dios había cumplido la promesa que les había hecho a Sara y Abraham por imposible que pareciera, que era evidente que no había nada difícil para Dios, y que por lo tanto, lo que debían hacer ellos, era confiar en Dios y en sus promesas.
“Pero poco tiempo pasó hasta que ocurriese lo que Ismael temía. Sara molestó tanto a Abraham diciéndole que no quería que su hijo Isaac se junte con Ismael, que no le gustaba la cara que tenía Ismael, que Agar era mala, que mirá lo que hizo Ismael, que mirá lo que me hizo Agar, que patatín, que patatán, todos los días, que se cansó y decidió echarlos a los dos de la casa.
“Abraham llama a Agar y le pide que tome a su hijo Ismael, que guarden todas sus cosas en bolsos y que se vayan lejos, a otro lugar, pues ya no vivirían más allí.
“Cuando Ismael escucha la noticia, comienza a llorar. ¿Dónde está Dios?, se preguntaba. ¿Dónde está ese Dios bondadoso y todopoderoso del que le hablaba todas las noches su padre Abraham? Porque sí, su padre Abraham lo abandonaba, ya no lo quería como hijo.
“Caminaron mucho por el desierto y las montañas, descansaban las siestas en alguna cueva que encontraban y cuando refrescaba continuaban caminando hasta que el agua se les terminó. No sabían qué hacer ni a dónde ir; allí no había ciudades cerca.
“Ismael tenía mucha sed y mucha hambre; se acostó debajo de un árbol para dormitar un poco y ve que su madre se aleja de él, que también lo abandona. La desesperación lo envolvió.
 -¡Mamá! –grita entre lágrimas- , ¡mamá no dejes solo! –le pide suplicando.
“Se quiso levantar, pero no tenía fuerzas, el hambre, el sol y la sed lo estaban matando y su madre ya estaba lejos.
“Pero Dios lo estaba escuchando y envía rápidamente un ángel.
-Agar ¿qué haces allí? –le dice el ángel mientras bajaba del cielo–. No tengas miedo porque Dios ha oído el clamor de Ismael. Vuelve a su lado porque de él saldrá una nación grande.
“Cuando el ángel termina de hablarle, Agar se seca las lágrimas de los ojos y ve, de repente, un pozo lleno de agua. Rapidísimo llena las botellas que tenía y corre para darle de beber a Ismael. El Dios todopoderoso no los había abandonado.
El timbre provoca un sobresalto en los primitos que tenían impregnada la imagen del ángel hablando con Agar en sus pensamientos. Era Tía Marisa que venía a buscar a sus hijos.
Doña Mercedes se levanta a atender y con un beso se va despidiendo de cada nieto que es buscado por sus padres.


Elbio R. Lezchik