sábado, 23 de febrero de 2013

EVA


No tengo con quien hablar. Estoy sola. Mi interior se revuelve de tal manera que me tira al suelo. Me abate, no tiene piedad de mí. Lo tenía y lo dejé ir; no quise luchar. Tenía las garras afiladas y destructoras dentro de mis puños, pero no las usé. Me fallé, le fallé.
¿Qué me pasó? No lo entiendo.
Soy fuerte. Cuando tomo una decisión tengo lo necesario para respaldarla, no solo en fuerza física, sino con entereza de ánimo y firmeza de carácter. Si cedo, no es por debilidad, sino por sabiduría a fin de esperar los tiempos justos y oportunos.
Pero no usé de ellas. Yo misma me engañé. No quise estar sola. Lo obligué.
Él no puede resistirse a mis encantos. Soy la perfección de la creación. Toda la esencia de Dios está en mí. Dios es hermoso y me trasladó su hermosura. Dios es un poderoso guerrero y me trasladó la fiereza y las astucias de ese oficio. Dios es todo amor y me llenó de él para que lo dé, pero me dio la libre elección de elegir a quien y cuando. Sé seducir.
Él es fuerte. Cuando toma una resolución, nada lo hace retroceder. Su corazón late con fuerza frente a los desafíos. Sabe tomarlos, le gusta tomarlos. La imagen de Dios es total en él. Es bello cuando sus músculos están tensos a causa del trabajo. Su bravura atemoriza cuando enfrenta a los animales para dominarlos y domesticarlos. Cuando sale de caza, la presa no se le escapa. Cuando me abraza, su olor me embriaga y me rindo con placer en sus brazos. Junto a él estoy segura. No quise quedarme sola.
Me di cuenta que quiso engañarme y me supuse más astuta. Le seguí el juego. Juego de palabras. Sólo eso. ¿A quién le puede hacer daño algunas palabras?
Me probó en mi astucia y me gustó. Me desafió y lo acepté. Si yo soy la perfección, ¿no sabe que no tiene chances de ganarme?
¿En qué momento abandoné la lucha?
Me envolvió con sus palabras. Eran suaves, llenas de lógica. Atacó mis convicciones con dulzura, minó mi interior sin violencia. No me hizo doler. Le obedecí.
Él estaba a mi lado y como si yo no le importase presenció todo esto. No hizo nada para ayudarme. ¡Nada! Cuando cedí, no salió en mi defensa. Él también dejó guardadas sus garras. ¿Por qué? Todavía no me animé a preguntárselo. También cayó. Yo lo tumbé, yo lo empujé, no se resistió.
Estamos solos y tengo frío. Es raro. Nunca antes lo había sentido. Él también tiene frío; está temblando. Nos cubrimos con hojas, pero el temblor sigue. No es de afuera, el frío es de adentro. Algo murió. Algo se apagó.

Elbio R. Lezchik

sábado, 9 de febrero de 2013

El Estadista


La visa de extranjero y la identificación como periodista me permiten conseguir, sin dejar de valorar la ayuda que brinda el color verde de los billetes que le ofrezco, un guía fiable que me lleve a través de las imbricadas calles de Jerusalén hasta la residencia del gobernador. El Jeep descapotado se abre paso a bocinazos entre la muchedumbre que toma las calles como senda peatonal, los animales de carga que llevan mercancías a los puestos del mercado, los demás vehículos que nos imitan y el olor a sahumerios y especies que llena el aire. Hay alegría, se nota en los rostros, en las voces y en la febril actividad citadina. Esto es algo que como occidental no lograré comprender. ¿Cómo se puede vivir así en una ciudad asentada sobre un polvorín y rodeada de enemigos que solo desean su mal?
Llegado a la residencia soy conducido inmediatamente a una pequeña sala donde me ofrecen jugo de dátiles para acompañar la breve espera “por retrasos de agenda” del gobernador.
Jerusalén aparece ordenada en sus nuevas construcciones y su nuevo muro exterior impresiona. Ha recuperado rápidamente su protagonismo regional luego de más de 70 años de estar en ruinas, tiempo en que los pocos habitantes que quedaron luego de la gran deportación fueran abandonados a la buena de Dios. Durante ese tiempo las regiones próximas crecieron en poderío militar y político, pero siempre sujetas al orden establecido por el poder central, poder que se respeta a todo lo largo y ancho del reino. Los sátrapas tienen mano de hierro y todos lo saben. Pero hoy Jerusalén es otra. Ha cambiado el eje del endeble equilibrio entre la guerra y la paz. Hoy sus vecinos la respetan.
Me hacen pasar al despacho del gobernador y éste me recibe con un fuerte apretón de manos. Su porte irradia respeto. Alto, ancho de pecho, su tupida y prolija barba canosa contrasta con su reluciente calva. Tiene ojos chicos, oscuros, semi cerrados, como si siempre estuviera oteando el horizonte para adelantarse a los hechos, atentos para no perder detalle. Me saluda en mi lengua, quedo perplejo. Luego me explicaría que es políglota.
El centro de la ciudad es el lugar más importante intramuros. Allí está el Templo, o lo que quedó de él luego de que le prendieran fuego durante la invasión. Todas las tardes se frena la actividad comercial y el pueblo, desde los niños a los ancianos, asiste al oficio religioso. El sacerdote se llama Esdras, es un erudito en la Ley de Dios, y junto a sus ayudantes comienza a leer en voz alta los estatutos y mandamientos de Jehová. Asombra el silencio. Todos están atentos para no perderse ninguna palabra. Me asignan un lugar para observar a fin de no interrumpir la liturgia. Luego de la lectura, el sonido de los instrumentos musicales llena todo el aire. De detrás del altar donde sacrifican los animales, un coro multitudinario vestido uniformemente con ropas finísimas entona cantos de alabanza a Dios. Las canciones que componen la liturgia son mayoritariamente poemas escritos por el rey David, un gran rey que ha marcado profundamente la historia de este pueblo, segundo desde el comienzo de la monarquía israelí que comenzara unos 550 años atrás y luego sucedido por su hijo Salomón, autor de más de 3000 proverbios y artífice del magnífico templo en proceso de restauración.
Le pregunto al gobernador el significado de su nombre. Es común en los pueblos orientales nombrar a sus hijos con un nombre que contenga un significado importante para los padres. Me dice que Nehemías significa “Confortado por Dios”. Sus ojos no perdieron el pequeño gesto de asombro de mi rostro al escuchar el significado de su nombre y agrega:
-Esta ha sido mi experiencia con Dios, alabado sea su nombre, durante toda mi vida.
         Los primeros pasos en política los dio al servicio del rey persa Artajerjes, allí se ganó el privilegio de ser el asistente o “Copero” del rey. Me explica que este oficio es considerado como uno de los de mayor confianza dentro del gabinete ya que participaba en todos los actos y ceremonias de la corte en que hubiera banquete o comida habitual. Debía permanecer siempre al lado del soberano y estar pendiente de suministrarle cualquier líquido que ordenara.
En la Secretaria de Estado, busco el despacho del sub secretario de Protocolos Internos. Me presento y le solicito que me permitan ver el manual de funciones del puesto “Copero del Rey”. El sub secretario, de nombre Nahum, accede de buen gusto y me facilita el acceso a una pequeña sala de lectura para que pueda buscar la información que necesitaba para esta nota. Allí me entero que ser copero no es para cualquiera. Bajo el título “Carácter” se describe que la persona que ejerce este oficio debe tener una higiene cuidada y ser muy discreto porque no se le permite dar risotadas o realizar comentario alguno de lo que escucha. Debe servirle y traer la copa al Rey con mucha gracia, resalta.
-Ese día estaba realmente mal, no podía lograr la compostura adecuada de ánimo para trabajar como corresponde delante del rey - me cuenta Nehemías al preguntarle sobre cómo llega a la gobernación de un territorio tan alejado de la capital del reino.
-Tres meses antes por la mañana - continúa relatando -  mientras preparaba todo para el día de trabajo, recibo la visita de uno de mis hermanos y varios de mis compatriotas recién llegados de la ciudad de Jerusalén. La alegría que tuve al verlos es inexplicable. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que estuvimos juntos. Luego de los saludos y de secarnos las lágrimas, les pregunto por mi querida ciudad y por el resto de la familia, estaba ávido de noticias y la respuesta me demolió. Los que aún viven allí la pasan muy mal, me dicen, estamos aterrados a causa de nuestros enemigos, el muro perimetral está derribado y todas sus puertas quemadas a fuego. Cuando escuché estas palabras, solo atiné a sentarme pues me daba vueltas la cabeza. No lo podía imaginar ni creer. Estallé en un llanto tan profundo, que mis colaboradores vinieron alarmados a tratar de tranquilizarme. Convinimos con mi hermano y los demás hacer duelo por varios días, ayunar y orar al Dios de los cielos, alabado sea su nombre, para suplicarle su favor. Lo que nos estaba sucediendo – continúa -, era el cumplimiento de lo advertido por nuestro Dios, alabado sea su nombre; le habíamos dejado, la sociedad en su conjunto se había corrompido, no supimos separarnos de las costumbres de los pueblos vecinos sino que las copiamos, nos olvidamos de sus mandamientos, preceptos y estatutos por lo que Él cumplió con sus advertencias.
-En medio de este duelo y desesperación – dice - recordé que Dios, alabado sea su nombre, había prometido que si nos arrepentíamos de verdad nos devolvería nuestra tierra y que le dijo al profeta Jeremías que este cautiverio duraría 70 años, y ya faltaban pocos para que se cumplieran, así que oré al Dios de los cielos, alabado sea su nombre, confesando nuestros pecados y solicitando su  misericordia.
-Imaginar a la ciudad en ese estado me oprimía el pecho – relata-, me costaba conciliar el sueño durante las noches. En esas vigilias comencé a preguntarme qué podía hacer desde mi lugar. Si bien los planes de Mardoqueo habían sido desbaratados, los enemigos de los hebreos seguían vivos y el peligro de que la ciudad sea atacada seguía latente. Otra cosa que me desvelaba era la falta de unidad entre el pueblo, las luchas internas por el poder eran devastadoras, pues varios de los grandes estaban aliados con los árabes y con los samaritanos. No amaban a su pueblo ni a su Dios. Consideré que con cartas de apoyo del Rey podría reconstruir los muros de Jerusalén. Esa idea me hacía latir con más fuerza el corazón y oré al Dios de los cielos, alabado sea su nombre, para que me conceda buen éxito y me de gracia delante del soberano para hacerle mi petición. Aún en duelo continué con mi trabajo a la espera del momento oportuno para hablar.
Un sirviente ingresa a la sala con jugos de frutas y sorbetes y Nehemías se para y se dirige a los ventanales que dan al jardín interno guardando silencio pierde la vista en el infinito como para revivir lo pasado y aclarar el relato.
La belleza de los jardines orientales no tiene comparación, sus simetrías, sus colgantes, la combinación de colores y texturas, los olores de las flores y las ornamentaciones de un gusto por demás de exquisito los hacen únicos. El ingreso está presidido por un gran portal de dos hojas de hierro forjado, sus anchos dinteles están pintados de un azul brillante con hermosos dibujos en oro y púrpura. Todo el jardín está cruzado por bien diseñados caminos que pasan debajo de arcos ricamente artesonados y todos ellos, sin faltar uno, tienen inscriptos su interior con bellas letras en oro las leyes de Dios, sus estatutos y mandamientos. También están escritos los salmos que compuso el rey David y los proverbios de su hijo Salomón. Natán, el jefe de jardineros que me guía por este paseo, me comenta que este es el mejor lugar para disfrutar de la paz, el silencio y adquirir sabiduría.
-         Todos los días el gobernador dedica un tiempo antes del inicio de su jornada a pasear por él, dice que allí se encuentra con Dios –me dice por lo bajo.    
Luego de saborear los sorbetes la entrevista continúa. Reviso mis notas para darle el pié, pero el gobernador no lo necesitó. Su memoria es extraordinaria.
Nehemías me explica que si bien la mayor parte del día estaba junto al rey, a causa del protocolo persa no podía dirigirle la palabra si él no se lo pidiese y no podía mirarle directamente a los ojos. Todo el servicio debe prestarse con los ojos bajos y la cabeza gacha.
-El tiempo pasaba y mi agonía se hacía mayor - continúa relatando -. Una tarde mientras los secretarios despedían a unos embajadores y se acondicionaba la sala del trono para la próxima entrevista, el rey se dirige directamente a mí y me pregunta el motivo de mi semblante caído. Miro a la reina Ester que estaba a su lado y con los ojos me hace una seña para que hable con confianza. Elevo en mi mente una oración al Dios de los cielos para que me dé las palabras justas y le cuento todo desde la visita de mi hermano, mis ayunos, duelos y el anhelo de mi corazón. El rey me escuchaba atento. Al terminar de hablarle bajo mis ojos para esperar sus órdenes, y tras un breve silencio me pregunta cuánto tiempo me llevaría realizar lo que quería y cuando volvería a tomar mis funciones en palacio. La respuesta le satisfizo y me dio los permisos que necesitaba para armar el viaje, la compañía y las credenciales del reino para ejercer autoridad y solicitar al Tesorero de esa región todos los materiales que necesitase.
Al llegar a este punto del relato, el gobernador se detiene. Noto lágrimas en sus ojos; sus labios están apretados. No es tristeza, su rostro esta rutilante y hasta parece que hubiesen desaparecido sus arrugas. No hablo, no pregunto, solo lo dejo con sus recuerdos.
-Dios ha sido muy bueno conmigo y con su pueblo - continúa de repente -. Desde que puse mi pié en esta tierra, las intrigas se comenzaron a tejer contra mí pues por el solo hecho de llegar y desear el bien de Jerusalén me había convertido en el principal enemigo y objetivo a destruir de todos los pueblo que nos rodean. Los espías entraban y salían amparados por algunos de los principales de la ciudad ya que su lucro provenía de mantener el status cuo situacional. Intentaron matarme varias veces preparando emboscadas en lugares que debía pasar o me invitaban a reuniones bilaterales para tratar diversos asuntos de la región, pero siempre me llagaba el aviso de sus intenciones y no dejé, con la ayuda del Dios de los cielos, alabado sea su nombre, que me atrapen en sus redes. Mientras tanto la obra avanzaba, casi no dormíamos, pues de día trabajábamos en la reconstrucción del muro y de noche hacíamos guardia. Organicé al pueblo por familias y le indiqué en qué parte debía trabajar cada una. Allí se trabajaba, se comía y se hacía guardia. No me cambié las ropas durante todo ese lapso y terminamos la obra en cincuenta y dos días, menos de dos meses. La gente dice que esto fue increíble, pero yo les digo que no, sino que fue milagroso, la mano del Dios de los cielos, alabado sea su nombre, estuvo con nosotros y nos dio las fuerzas y velocidad necesarias para hacer esta proeza. A ninguna nación de las que nos rodean le quedan dudas de que fue Él el que hizo la obra.
Me quedo meditando en esa hazaña, trato de imaginar al pueblo en la febril tarea de remover piedras, limpiar el sector que le corresponde a cada uno, acarrear madera, elevar y alinear los nuevos bloques que pesan casi una tonelada cada uno, montar guardia, hacer vigilas interminables....
-¿Cómo logró hacer que todo el pueblo trabajase y se lograra ese record? - le pregunto.
-Ya se lo dije en varias oportunidades durante mi relato - me responde-
- El Dios de los cielos, alabado sea su nombre, fue quien nos dio las fuerzas necesarias para iniciar y acabar esta obra.
- Pero Dios no se ve y usted era en ese momento el líder visible - le cuestiono -, ¿qué hizo para que el pueblo lo siga?
-Tuve planeado todos los detalles, sin faltar alguno, desde el momento en que elevé a Dios, alabado sea su nombre, mis oraciones a favor de mi pueblo y mi ciudad, y además me propuse ser ejemplo - me responde -, no hice uso de mis privilegios de gobernador, trabajé a la par del pueblo y juzgué con rectitud.
- Vaya que fueron tiempos duros - observa por lo bajo, y entornando los párpados se tira para atrás en su sillón como reviviendo esos días.
- Al llegar a Jerusalén – continúa -, no le revelé a nadie mis planes; los tres primeros días los ocupé en saludos y visitas ya que nuestra comitiva despertó mucha curiosidad y evaluar de primera mano la situación social reinante. La noche del tercer día, cuando todos dormían salí a recorrer las ruinas del muro y evalué a la luz de la luna todos los daños. Mi cabeza sacaba cuentas del material que se necesitaría y de la cantidad de mano de obra que debía reclutar. Al otro día reuní a los jefes de familias y demás líderes y les comenté cómo el Dios de los cielos, alabado sea su nombre, había sido propicio conmigo y cómo había arreglado todas las cosas del viaje, les informé que tenía las instrucciones necesarias para reconstruir el muro y los animé a poner manos a la obra. Quedaron perplejos y salvo los que estaban confabulados con nuestros enemigos, el pueblo entero estalló en gritos de alegría y alabanzas a nuestro Dios. El Dios de los cielos, alabado sea su nombre, me confortó en todo ese tiempo dándome ánimo y entereza de espíritu para llevar a cabo toda la obra.
Un sirviente ingresa al despacho de gobernador y se da por concluida la entrevista. Le estrecho la mano y le doy gracias por su tiempo, me saluda con la paz del Señor,  el “Shalóm”, y como corolario me solicita que cuando revise mis notas y escriba esta entrevista no olvide lo más importante de todo lo acontecido. Le miro para entenderle pero no lo logro.
-         Lo más importante – dice - es que con Dios, alabado sea su nombre, todo es posible.
Y con una sonrisa y un leve gesto de su cabeza cierra la puerta de su despacho.
El secretario del gobernador me acompaña hasta las escalinatas de la residencia. El ritmo febril de la ciudad me golpea. El Jeep con mi guía me estaba esperando y me lleva de regreso al hotel. Mientras recorremos las calles puedo ver a lo lejos la silueta del muro de la ciudad. Debo reconsiderar mi relación con Dios.      

Elbio R. Lezchik