sábado, 9 de marzo de 2013

Caminar para creer



Resulta que a Jesús se le dio por caminar. Él siempre caminaba, le gustaba, le divertía hacerlo. Si bien yo tenía las sandalias de última generación que habían salido, ciento por ciento aptas para el tracking, confieso que me cansaba igual. Esa mañana apuntó para el oeste y hacia allí nos dirigimos. Nos hizo caminar ochenta kilómetros; ochenta, todos juntos, interminables, uno atrás de otro. Me llamó la atención salir de los límites de la tierra de Israel, esto no era algo habitual pues todo su ministerio lo había desarrollado dentro del pueblo escogido, pero ahora pisábamos tierra impura, suelo de paganos, lleno de gentiles incircuncisos por todos lados. Bueno, debo confesar que nos hizo pisar suelo Samaritano también, eso debería habernos preparado. Recuerdo la primera vez, para mí fue terrible, ¡y dormimos allí dos días! La ciudad se llamaba Sicar y a causa de una mujer que habló con Jesús y quedó expuesta totalmente ante él, todo el pueblo creyó y nos obligaron a quedarnos con ellos ese tiempo. Pero esos días resultaron bellísimos y sus enseñanzas extraordinarias. El rostro de Jesús estaba radiante, disfrutaba mucho el hecho de que las personas le reconociesen como Mesías y conociesen la verdad. Para Jesús siempre era el tiempo de cosechar, nunca decía “todavía faltan algunos meses para la siega”, o se excusaba en el cansancio o el hambre (ese día yo estaba casi famélico y él no quiso probar bocado alguno), no, para él siempre era hoy, ya, en este momento. Pero esto lo recuerdo ahora que escribo, pues mientras veía a lo lejos la ciudad de Tiro mi interior se revolvía.
Entramos a casa de un judío que residía allí y que un tiempo atrás había viajado expresamente a Galilea para escuchar a Jesús pues su fama se había extendido hasta el mar. Llegó justo el día en que todo el pueblo estaba en la ladera de la montaña y Jesús nos presentó las leyes del Reino de Dios. El cambio de opinión sobre quiénes eran los bienaventurados nos dejó a todos asombrados. Yo creía y había trabajado para el gobierno romano hasta ese día con el propósito de amasar una fortuna aceptable y, de ese modo, lograr la felicidad de mi familia y la mía; pero sus palabras me cambiaron el punto de vista y el orden de las prioridades. Y a este compatriota también, por lo que nos recibió en su casa con agrado, a los trece, y nos agasajó con lo mejor que tenía.
Creo que una de las empleadas domésticas que fue al mercado desparramó la noticia de que estábamos allí, pues de repente comenzamos a escuchar a una mujer que llamaba a Jesús desde la calle. Al parecer, por sus dichos, sabía perfectamente quién era él, pues lo llamaba Hijo de David. Sus gritos desgarrados pidiendo compasión me cerraron la garganta y ya no pude probar bocado, no me pasaba nada. Ella solicitaba que Jesús sane a su hija, ¡que no estaba allí!, pues estaba poseída por un demonio y este la estaba atormentando terriblemente. A Jesús, no entiendo bien por qué, no se le cerró la garganta para continuar con la comida, sino que hizo oídos sordos y la ignoró. La multitud de vecinos no tardó a acercarse y nosotros ya estábamos nerviosos y cansados de tanto griterío. Por el patio interior de la casa salimos a un pasillo que nos permitió retirarnos sin ser vistos. Eso creí hasta que un “¡Señor, hijo de David, ten compasión de mí!” nos sorprendió. Era la misma mujer que corría hacia nosotros, y antes de que pudiésemos reaccionar, se arrojó a los pié de Jesús, le abrazó las rodillas con todas sus fuerzas, no las soltaba, no lo dejaba mover. Sus lágrimas de dolor le habían desfigurado el rostro. “¡Señor - le decía - mi hija sufre terriblemente por estar endemoniada, por favor, sánala!” La gente de la zona no tardó en rodearnos, todos estaban expectantes de lo que sucedería. Nos miramos entre nosotros y decidimos decirle al Señor que atendiera a sus ruegos para evitar mayores escándalos y nos respondió que él había sido enviado a las ovejas perdidas de Israel, no a los gentiles. La mujer escuchó esa respuesta, pero no lo soltó y no dejó de insistirle que sane a su hija, sino que le suplicó, nuevamente a los gritos, que la ayudara. El Señor la mira y el diálogo que se desata es increíble. Lo siguiente es lo más fiel a lo acontecido que recuerdo.
-         No es correcto quitarle el pan a los hijos para dárselos a los perros - le dice Jesús.
-         Es así, es verdad lo que dices Señor- le responde ella -, pero también es verdad que siempre caen migas al piso, migas que lo perros que están en el lugar y en el momento justo comen y así, también ellos y sin que se lo impidan, disfrutan del mismo banquete que los hijos.
Lo que continuó fue explosivo. A Jesús se le iluminó el rostro, su sonrisa se mezcló con el gesto de gozo que le produjo esta respuesta y le dijo:
-         ¡Mujer, qué grande es tu fe!, vuelve a tu casa en paz que tu hija está libre.
Al escuchar esto, la mujer mira a Jesús directo a los ojos y veo la expresión de total alegría y completa paz de su cara, sus lágrimas parecían diamantes que regalaban miles de arco iris a todos los que allí estábamos. Sin decir palabra alguna, no creo que pudiese haber articulado alguna, se alejó corriendo hacia su casa.
No habíamos terminado de salir de Tiro que nos llega la noticia de que al llegar a su casa, esta mujer encontró que su hija estaba libre y, como no había ocurrido en tantos años, recostada tranquila en su cama.
Es asombroso, una extranjera había comprendido mucho antes que nosotros el ejemplo de la fe y el grano de mostaza.
Y caminamos de regreso los ochenta kilómetros que nos separaban del mar de Galilea.


Elbio R. Lezchik