Resulta que a Jesús se le dio por
caminar. Él siempre caminaba, le gustaba, le divertía hacerlo. Si bien yo tenía
las sandalias de última generación que habían salido, ciento por ciento aptas
para el tracking, confieso que me cansaba igual. Esa mañana apuntó para el
oeste y hacia allí nos dirigimos. Nos hizo caminar ochenta kilómetros; ochenta,
todos juntos, interminables, uno atrás de otro. Me llamó la atención salir de
los límites de la tierra de Israel, esto no era algo habitual pues todo su
ministerio lo había desarrollado dentro del pueblo escogido, pero ahora
pisábamos tierra impura, suelo de paganos, lleno de gentiles incircuncisos por
todos lados. Bueno, debo confesar que nos hizo pisar suelo Samaritano también,
eso debería habernos preparado. Recuerdo la primera vez, para mí fue terrible,
¡y dormimos allí dos días! La ciudad se llamaba Sicar y a causa de una mujer
que habló con Jesús y quedó expuesta totalmente ante él, todo el pueblo creyó y
nos obligaron a quedarnos con ellos ese tiempo. Pero esos días resultaron
bellísimos y sus enseñanzas extraordinarias. El rostro de Jesús estaba
radiante, disfrutaba mucho el hecho de que las personas le reconociesen como
Mesías y conociesen la verdad. Para Jesús siempre era el tiempo de cosechar,
nunca decía “todavía faltan algunos meses para la siega”, o se excusaba en el
cansancio o el hambre (ese día yo estaba casi famélico y él no quiso probar
bocado alguno), no, para él siempre era hoy, ya, en este momento. Pero esto lo
recuerdo ahora que escribo, pues mientras veía a lo lejos la ciudad de Tiro mi
interior se revolvía.
Entramos a casa de un judío que
residía allí y que un tiempo atrás había viajado expresamente a Galilea para
escuchar a Jesús pues su fama se había extendido hasta el mar. Llegó justo el
día en que todo el pueblo estaba en la ladera de la montaña y Jesús nos
presentó las leyes del Reino de Dios. El cambio de opinión sobre quiénes eran
los bienaventurados nos dejó a todos asombrados. Yo creía y había trabajado
para el gobierno romano hasta ese día con el propósito de amasar una fortuna
aceptable y, de ese modo, lograr la felicidad de mi familia y la mía; pero sus
palabras me cambiaron el punto de vista y el orden de las prioridades. Y a este
compatriota también, por lo que nos recibió en su casa con agrado, a los trece,
y nos agasajó con lo mejor que tenía.
Creo que una de las empleadas
domésticas que fue al mercado desparramó la noticia de que estábamos allí, pues
de repente comenzamos a escuchar a una mujer que llamaba a Jesús desde la
calle. Al parecer, por sus dichos, sabía perfectamente quién era él, pues lo
llamaba Hijo de David. Sus gritos desgarrados pidiendo compasión me cerraron la
garganta y ya no pude probar bocado, no me pasaba nada. Ella solicitaba que Jesús
sane a su hija, ¡que no estaba allí!, pues estaba poseída por un demonio y este
la estaba atormentando terriblemente. A Jesús, no entiendo bien por qué, no se
le cerró la garganta para continuar con la comida, sino que hizo oídos sordos y
la ignoró. La multitud de vecinos no tardó a acercarse y nosotros ya estábamos
nerviosos y cansados de tanto griterío. Por el patio interior de la casa
salimos a un pasillo que nos permitió retirarnos sin ser vistos. Eso creí hasta
que un “¡Señor, hijo de David, ten compasión de mí!” nos sorprendió. Era la
misma mujer que corría hacia nosotros, y antes de que pudiésemos reaccionar, se
arrojó a los pié de Jesús, le abrazó las rodillas con todas sus fuerzas, no las
soltaba, no lo dejaba mover. Sus lágrimas de dolor le habían desfigurado el
rostro. “¡Señor - le decía - mi hija sufre terriblemente por estar endemoniada,
por favor, sánala!” La gente de la zona no tardó en rodearnos, todos estaban
expectantes de lo que sucedería. Nos miramos entre nosotros y decidimos decirle
al Señor que atendiera a sus ruegos para evitar mayores escándalos y nos
respondió que él había sido enviado a las ovejas perdidas de Israel, no a los
gentiles. La mujer escuchó esa respuesta, pero no lo soltó y no dejó de
insistirle que sane a su hija, sino que le suplicó, nuevamente a los gritos,
que la ayudara. El Señor la mira y el diálogo que se desata es increíble. Lo
siguiente es lo más fiel a lo acontecido que recuerdo.
-
No
es correcto quitarle el pan a los hijos para dárselos a los perros - le dice
Jesús.
-
Es
así, es verdad lo que dices Señor- le responde ella -, pero también es verdad
que siempre caen migas al piso, migas que lo perros que están en el lugar y en
el momento justo comen y así, también ellos y sin que se lo impidan, disfrutan
del mismo banquete que los hijos.
Lo que continuó fue
explosivo. A Jesús se le iluminó el rostro, su sonrisa se mezcló con el gesto
de gozo que le produjo esta respuesta y le dijo:
-
¡Mujer,
qué grande es tu fe!, vuelve a tu casa en paz que tu hija está libre.
Al escuchar esto, la mujer mira a
Jesús directo a los ojos y veo la expresión de total alegría y completa paz de
su cara, sus lágrimas parecían diamantes que regalaban miles de arco iris a
todos los que allí estábamos. Sin decir palabra alguna, no creo que pudiese
haber articulado alguna, se alejó corriendo hacia su casa.
No habíamos terminado de salir de
Tiro que nos llega la noticia de que al llegar a su casa, esta mujer encontró
que su hija estaba libre y, como no había ocurrido en tantos años, recostada tranquila
en su cama.
Es asombroso, una extranjera había
comprendido mucho antes que nosotros el ejemplo de la fe y el grano de mostaza.
Y caminamos de regreso los ochenta
kilómetros que nos separaban del mar de Galilea.
Elbio R. Lezchik