Las siestas de verano en Villa Berthet, en el corazón
del monte chaqueño, transcurren lentas y silenciosas al arrullo de las
chicharras. Como el calor hace del colchón un enemigo, el acostarse a dormir la
siesta suele ser un intento más que una realidad. Entonces no queda otra que,
al amparo de una umbrosa galería o de una planta de mango o de pomelo rosado,
aparezca el mate, la yerba, unos yuyos aromáticos y que el agua fresca comience
a regalar la rehidratación en manos de un rico tereré. Las calles polvorientas
se asemejan a un horno y están desiertas; nadie hasta eso de las cinco de la
tarde se anima a transitarlas. La plaza principal es un paraíso de sombras y
flores con los troncos de los árboles prolijamente pintados de blanco, con
bancos a la par de los caminitos internos y juegos para niños en la esquina que
da a la escuela, pero el rigor del sol la mantiene quieta y adormilada. Los
primeros en salir del reparo de las sombras son los dueños de los comercios del
centro que no bien llegan a sus negocios, abren las puertas y prenden los
ventiladores para ventilar el encierro del local. Luego riegan las veredas de
ladrillos para refrescarlas y sacan las sillas a la puerta bien cerquita del
palenque a la espera de los clientes. Mientras tanto dure esta espera, el
tereré hace nuevamente su aparición y la rueda se agranda con los dueños y
empleados de los negocios lindantes.
Las charlas transcurren lentas y con la cadencia del
acento norteño. Los inmigrantes tomaron prestado ese acento y al hablar con sus
paisanos en su lengua madre, esta también quedó afectada por esa particular
cadencia. En el pueblo la mayoría de los colonos son inmigrantes eslavos pero también
hay algunos judíos, turcos, alemanes y paraguayos.
La escuela primaria es un verdadero crisol donde cada
niño habla, además de su lengua familiar, algo de la lengua de sus compañeros, el
guaraní y el escaso español que logra enseñarles el maestro para que puedan
cursar sus estudios. Es habitual que los niños de las chacras hablen su idioma
materno y el guaraní y nada de español al ingresar a la escuela, por lo que el
maestro debe encarar todo un desafío para introducirlos al idioma nacional.
En las veredas aún mojadas las conversaciones rondan
en los hechos recientes del pueblo o sobre algún familiar de algún paisano que
no está presente. Siempre es apasionante estar al tanto de lo que pasa en el
pueblo y es habitual que alguien llegue a tomarse unos tererés solo para contar
algo que haya sucedido o enterarse de algo que aún no le hayan dicho. Si en
esos momentos llega un cliente criollo, la conversación no se interrumpe, sino
que continúa en la lengua de cada raza. Por eso no llamó la atención la llegada
del comisario que luego de apoyar la bicicleta en el árbol saluda a todos con
la debida atención y se dirige a conversar con don Iván.
Don Iván tiene dos hijos, Andrey y Mijaíl, que son
solteros y viven todavía en casa de sus
padres. Ellos atienden una sucursal del negocio de venta de ropa y telas a
pocas cuadras de allí, justo cruzando en diagonal la plaza central.
-Buenas
tardes don Iván –lo saluda el comisario tocándose el borde de su gorra.
-Buenas
tardes comisario –responde don Iván al saludo con su habitual amabilidad- ¿qué
lo trae por aquí?
-Bueno
–dice mientras se saca la gorra y se acomoda los cabellos para atrás- es que
anduve de ronda por la parada de los colectivos y me llamó la atención no verlo
por allí –le dice.
Don Iván levanta las cejas y frunce media nariz.
-¡Ehhh!
–exclama sin entender.
-Don Iván – le dice el comisario-, ¿sabe usted que sus
hijos recién se subieron al colectivo que va la capital con grandes bolsos? Me
llamó la atención que usted no estuviera allí, por eso vine a verlo, me pareció
que algo no andaba bien.
Sus ojos color cielo se cerraron y mil nubes negras
oscurecieron sus pensamientos.
-¿Qué está pasando? –dice para sí y trata de mantener la postura frente
del policía amigo.
-¿Qué es lo que me decís de mis hijos? –le pregunta como para confirmar
que escuchó mal.
-Que sus hijos se subieron en el colectivo de la tarde que va a la
capital con muchos bolsos y …
En este punto don Iván no pudo contenerse más, deja a
los paisanos y a su esposa y corre las tres cuadras que separan los dos
comercios. Al llegar lo encuentra cerrado. Busca entre sus llaves la que abre
los candados, levanta la persiana y entra al oscuro salón. Prende las luces y
lo que ve lo paraliza. Las estanterías están casi vacías, falta todo el dinero
de la caja y también el que se había escondido para la reposición de lo
vendido. Cierra y regresa a su comercio. Allí su esposa lo espera con mucha
angustia y sus ojos vidriosos le suplican una explicación.
-Los
muchachos se fueron –le dice, y se sostienen en un doloroso abrazo.
El colectivo hace una parada de quince minutos en un
pueblo a sesenta kilómetros y don Iván se dirige con su vehículo hasta allí. Lo
encuentra justo antes de retomar su camino y le pide permiso al chofer y sube
al colectivo; con ojos nerviosos busca el rostro de sus hijos hasta que los encuentra.
Se dirige a ellos y con manos temblorosas les tiende un sobre.
-Tomen
-les dice con el llanto anudado en la garganta-, con lo que se llevaron no les
va a alcanzar para iniciar nada. Con este dinero les será más fácil.
Don Iván desciende y el colectivo continúa su camino.
Elbio R. Lezchik