Dios y yo no pensamos
igual. Cuando me indicó que viaje a tierra de nuestros enemigos para
comunicarles que Él había decidido destruirlos, me negué y decidí irme lejos de
la tierra de mis padres y lejos de Dios. No puede ser que deba rebajarme a
presentarles la Palabra de Dios a esos incircuncisos y trabar trato con ellos.
No, no lo merecen. Son gentiles, no son los elegidos. Además, la ciudad de
Nínive y sus reyes siempre han sido nuestros enemigos, no son de confiar y no
hay sentimiento más arraigado en el pecho de cualquier judío que el de desear
su destrucción y su ruina eterna.
Pero Dios no es judío y no
piensa como nosotros. Y yo lo conozco. La historia de mi pueblo lo demuestra.
Nosotros le desobedecemos, Él nos reprende, cambiamos por un tiempo, nos envía
a uno de sus profetas para que entremos en razón, sino cumplirá con todo lo ha
prometido si le abandonamos, nos arrepentimos un poco más y, como Dios es
misericordioso y en el fondo no quiere nuestra muerte, sino que todo lo que
hace es para nuestro bien, se arrepiente del mal que pensaba hacernos y nos
perdona. Por eso yo no quise ir a Nínive. Si me escuchaban y se arrepentían,
Dios les perdonaría y ellos seguirían vivos y la ciudad en pié y todo por culpa
mía, por culpa de obedecer a Dios. ¿Con qué cara podría luego volver a mi
tierra y a mi parentela? Por lo tanto decidí huir lejos de Dios.
No bien subí al barco, me
escondí en la bodega. Mi corazón latía con fuerza esperando que los remos nos
alejen de la costa y que los vientos del sureste llenen las velas. Cuando el
oleaje comenzó a mecer rítmicamente la nave, suspiré con tranquilidad. Ya no
tenía que estar tenso, había escapado de la presencia de Dios; me acomodé y me
dormí profundamente.
Me sacudieron con tanta
fuerza que no logré entrar en razón de donde estaba ni qué sucedía. Todo a mi
alrededor daba tumbos, el ruido a madera que se quejaba era ensordecedor, el
capitán que me sujetaba por los codos me gritaba y reprochaba mi actitud.
-¡Clama a tu Dios! –me
dijo- ¡Quizás él nos salve!
Allí me di cuenta de lo
que estaba sucediendo, como pude subí a cubierta y vi que los marineros estaban
tirando por la borda lo último del bagaje y se reunieron aferrados al palo
mayor para echar suertes a fin de saber quién era el responsable de esta rara
tormenta que se había ensañado con el barco y la tripulación. Y la suerte me
señaló a mí.
La furia con que me
miraron no la puedo apartar de mi memoria. Me pidieron explicaciones, y como
pude y a los gritos a causa del rugido del temporal, les dije que era judío y
que huía de Dios porque no quería obedecer su mandato ya que no estaba de
acuerdo con lo que él quería que yo haga.
El mar se embravecía cada
vez más. El capitán animó a su tripulación a tomar los remos y tratar de llegar
a la costa, pero los esfuerzos fueron inútiles, la tempestad era la que daba
las órdenes en ese momento. Entonces les dije que reconocía que el culpable era
yo, que me arrojen al mar y que la tormenta se calmaría. No me discutieron la
propuesta, pues estaban de sobra convencidos de que yo era la única razón de
esta calamidad. Recuerdo que el capitán oró a Dios reconociendo su poder y
suplicando su misericordia para ellos, ya que eran sin culpa por lo que harían
en ese momento, y me arrojaron al mar.
Las aguas me rodearon, la
muerte me cercó, las olas tempestuosas se cerraron sobre mí y las algas me
envolvían la cabeza. Descendí y descendí hasta las bases de las montañas, las
puertas de la vida se cerraron ante mí y quedé cautivo en el reino de la
muerte.
-¡Jehová, tú me has
rechazado y me desechaste! –dije– ¡no volveré más a ver tu santo Templo!
Pero algo pasó. Algo me
agarró, me apretó con fuerza y me arrojó a un lugar blando gelatinoso. Todo era
silencio. La tormenta ya no existía. Tampoco la luz. Era como si el tiempo
hubiera desaparecido. Sólo estaba yo con mis pensamientos. Trataba de poner en
orden todo lo ocurrido a fin de darle a mi razón asideros para explicar esta
locura que estaba viviendo. Cuando logré recomponer los hechos, estos me
dejaron atónito. No hubiese esperado nunca algo así de parte de Dios.
Entonces esperé a ver en
qué acabaría todo esto.
Pero no acababa. Perdí
toda mi esperanza y decidí volver mis pensamientos a mi Dios. Mi oración
ferviente llegó hasta su santo Templo. Le dije que solo a Él le adoraré y que
cumpliré todas las promesas que le había hecho ya que reconocía que solo Dios
me podía salvar de donde estaba. El silencio y la oscuridad continuaron siendo
mis compañeros por un tiempo que no podía determinar ya que el ayuno y el
estado de casi permanente duermevela me privaron de la capacidad de medirlo.
Pero un espasmo que me rodeó me volvió al estado de alerta. Mi gelatinosa
prisión comenzó a moverse aprisionándome con fuerza y fui despedido de ese
encierro con violencia. El aire frío y el agua salada me hicieron temblar. Las
olas me golpeaban nuevamente y el pánico se apoderó de mí. No podía abrir los
ojos, intenté mover las piernas, pero estaban entumecidas; abrí la boca con
desesperación para tomar aire, y con placer, este llenó mis pulmones. Logré
entrar en calma y de a poco tomé conciencia de que estaba en una playa vacía de
no sé dónde.
Con el canto de las
gaviotas vino nuevamente Dios a hablar conmigo. Me ordenó que vaya a la ciudad
de Nínive y que les avise que serán destruidos, lo mismo que me había dicho
antes, pero esta vez obedecí. No bien la sombra de sus muros se marcó en el
horizonte, mi estómago se revolvió dentro de mí, pero lo contuve y no desvié
mis pasos, sino que comencé a gritar desde las primeras calles que Dios les
destruiría dentro de cuarenta días. Así lo hice durante todo ese día. Al
siguiente, un bando real pasaba por las calles ordenando ayuno total a la
población y que todos confiesen delante de Dios sus pecados y se arrepientan de
sus crímenes y malos caminos para que la ciudad y sus habitantes sean
perdonados.
Y sucedió lo que yo decía;
Dios los vio, los escuchó y tuvo misericordia de ellos, o sea, decidió no
destruirlos.
-Esto es exactamente lo
que pensé que harías –le dije a Dios muy enojado– cuando todavía estaba en mi
tierra y me dijiste que viniera a Nínive. Por esta razón huí a Tarsis. Yo sabía
que eres misericordioso, lento para la ira y lleno de bondad; yo sabía que con
facilidad dejarías la idea de destruir a este pueblo.
Tanto era mi enojo que le
solicité a Dios que me mate, pues no sucedería nada de lo que les anuncié. Dios
me preguntó si era correcto que yo me enoje tanto por esto, pero no le
respondí, no estaba de humor para argumentar con él.
Masticando rabia salí de
la ciudad y me fabriqué con ramas que corté de los árboles cercanos un techito.
Me senté luego a la sombra a esperar que Dios cambie de opinión y haga algo
contra esos incircuncisos. Pero el que hizo algo fue el sol. Se puso en mi
contra y secó todas las hojas que me servían de protección contra él, pero al
mismo tiempo, creo que fue gracias a que elegí el lugar correcto para sentarme,
creció una enredadera de hojas grandes y frescas que se interpuso entre el sol
quemante y mi cabeza. Así que bien fresquito pude tomar mi vianda y desfrutar
de la cena antes de echarme a dormir.
Cuando me despierto, lo
primero que hice fue descubrir que la ciudad de los incircuncisos seguía en
pie. Eso me quitó las ganas de desayunar. Mi garganta estaba llena de amargura.
Mi bilis subía y bajaba y un viento solano como nunca antes lo había visto,
despedazó mi refugio.
-Mejor sería estar muerto -dije
a los cielos.
-¿Está bien que te enojes
porque se secó la planta que no sembraste ni regaste? –me dijo Dios.
-Por supuesto que está
bien –le respondí– y me muero de rabia por esto.
-Tú sientes lástima por ti
–me dijo Dios– porque murió la planta que te daba sombra y por la que tú no
hiciste nada y que es de corta duración y yo ¿no habría de tener compasión de
toda una ciudad que necesita de mí?
Dios y yo no pensamos
igual. Pero él no me trató del modo que merecía mi conducta, sino que hizo
conmigo lo mismo que hizo con los ninivitas, me rodeó de su misericordia que es,
al final de todas las cosas, lo que necesito.
Elbio R. Lezchik