Hoy es martes y, como todos los
martes por la tarde, Doña Mercedes reúne a sus siete nietos para agasajarlos
con la merienda y hacerlos jugar, ora en su patio, ora en su living. Tiene todo
preparado: el chocolate, la torta, algunos bizcochos, juegos didácticos,
juguetes que ha comprado desde que nació el primero de ellos, revistas,
tijeras, pinturas y pegamentos para hacer un collage y muchas cosas más
guardadas en su imaginación para provocar que entre los primos se generen lazos
fuertes de amistad. Sabe cómo tratarlos. Primero los cansa con juegos llenos de
movimiento. Al rato, cuando nota que la casi infinita energía que tienen va
menguando, los lleva en fila al baño para que las manos y la cara recuperen su
apariencia habitual. Terminado este divertido procedimiento, todos van al
comedor. Cada uno tiene su lugar a la mesa ya asignado y lo ocupan, como
corresponde, en forma desordenada provocando la caída habitual de alguna silla.
Minimizado el caos, se toman de la mano para dar gracias a Dios por los
alimentos. Doña Mercedes designa al responsable de dirigir la plegaria y todos
cierran los ojos, pero solo por un momento. Una graciosa voz aguda hace la
oración entre las pequeñas risas y guiños de los otros primos nombrando a cada
uno de los presentes y pidiendo a Dios por los motivos más diversos que le
vengan a la memoria en ese momento. Por el trabajo del tío Adrián, por la nariz
del tío Augusto que se operó, porque pudieron ir de vacaciones, por la casita,
por la rica torta y amén. Y hacen desaparecer la merienda. Cuando el primero
intenta dejar la mesa para seguir a su instinto de niño, Doña Mercedes los
lleva a la sala y los hace sentar en rueda alrededor de su sillón. Tiene una
historia para contarles. Mirándolos para que hagan silencio, comienza el
relato.
“Había una vez en un país muy lejano
un señor y una señora muy viejitos que tenían mucho dinero. Tenían muchos
animales en el campo y mucha gente que trabajaba para ellos. Eran dueños de una
casa muy pero muy bonita y grande y tenían una señora que cocinaba, otra que
lavaba la ropa y las planchaba, otra que limpiaba toda la casa y otra que hacía
las compras. Pero no tenían hijos. Y eso los ponía muy tristes porque tampoco
tenían nietos para traerlos a jugar como a ustedes y prepararles una rica
merienda. La señora se llamaba Sara y el esposo se llamaba Abraham.
“Abraham oraba a Dios todas las
noches y, como sabía que Dios siempre escucha todas las oraciones y los cuida,
le contaba que estaba muy triste porque no tenía hijos. Veía a su esposa que
también estaba triste porque no había podido ser mamá y eso lo hacía llorar
mucho.
“Una noche de verano Abraham no podía
dormir a causa del gran calor, estaba todo transpirado y se levantó de la cama.
En esa época no habían inventado todavía los acondicionadores de aire ni los
ventiladores. Entonces se fue a la sala para orar, abrió las ventanas y se
sentó al lado de ellas para que el poco viento de la noche lo refrescara.
Mientras oraba Dios le habla y le pide que salga a la oscuridad del patio. Allí
le dice:
-Mira al cielo y cuenta todas las
estrella que ves.
“Abraham comenzó a contarlas. Una,
dos, tres, cuatro, .., noventa y nueve, cien. Pero había más. Quiso seguir
contándolas, pero se les mezclaban. ¿A esa la conté?, se preguntaba, y volvía a
contarlas, pero las estrellas son tantas que no pudo hacerlo. Entonces Dios le
dijo:
-Tendrás tantos hijos y nietos y
bisnietos que no podrás contarlos ni traerlos a todos juntos a tu casa a tomar
la merienda, porque no entrarán. Y tantos serán los primitos que siempre van a
ser un montón para jugar.
“Y a Abraham le gustó mucho lo que
Dios le dijo y le creyó.
“A la mañana siguiente, mientras
desayunaban juntos, Abraham le cuenta a Sara todo lo que había pasado a la
noche. Sara creyó que Dios se burlaba de ella. Cuando terminaron de desayunar,
ella se quedó pensando en lo que le había contado Abraham. Pensó y pensó en eso
hasta que se le ocurrió una idea brillante, le propuso a Abraham alquilar un
vientre para que ella pueda ser la madre del bebé que nacería de su marido. Le
dijo que Agar, una de las muchachas que trabajaban en la casa, lo haría, que
ella organizaría todo y que no habría problemas. Abraham aceptó.
“Pasaron varias semanas y el vientre
de Agar comenzó a crecer con el bebé adentro. Cada día tenía la panza más
grande y cada día Sara y Agar se querían menos. Comenzaron a pelearse por
cualquier cosa, Agar se burlaba de Sara porque Sara era viejita y no podía
tener hijos ...
“Eso puso a Sara muy pero muy triste
y se encerraba en el dormitorio a llorar.
“De tanto trabajo que tenía, Abraham
no se había dado cuenta de estas peleas hasta el día que Sara le cuenta todo lo
que estaba pasando; le contó que estaba llorando por las burlas de Agar y que
no podía soportar más esta situación. Le dijo montones de cosas malas sobre
ella hasta tal punto que Abraham le aconseja que se vengue y le haga lo mismo o
peor. Pero Dios estaba escuchando y a Él no le gustan esas cosas.
“Sara comenzó a tratar mal a Agar.
Todos los días la insultaba y la obligaba a trabajar mucho más que antes. Si no
hacía todas las cosas que le ordenaba, la castigaba.
“Pero un día, Agar no pudo soportarlo
más y se escapó de la casa.
“Caminó mucho por el campo. No pudo
tomar ningún colectivo porque todavía no se habían inventado. Así que caminó y
caminó con la panza muy grandota. A veces le dolía y tenía que parar y
comenzaba a llorar porque sabía que su bebé estaba sufriendo. Llegada la tarde
no pudo seguir más.
“Mientras pensaba que iba a hacer, un
señor muy extraño se le acercó y la llamó por su nombre. ¿Quién sería este
señor que conocía su nombre? Era alto, con muchos músculos y parecía que de su
piel salía como una luz que brillaba más que el sol. Era un ángel de Dios.
- Agar –le dice el ángel- ¿qué haces
aquí con el calor que hace?
- Me escapé de la casa donde vivo –le
respondió Agar- porque doña Sara, la
dueña de la casa, me maltrata mucho y ya no lo puedo soportar.
- Regresa a la casa de Sara y quédate
allí que es tu lugar y Dios te cuidará y no te pasará nada –le dijo el ángel-.
Además, cuando tu hijo nazca le pondrás de nombre Ismael y vas a tener muchos
nietos y muchos bisnietos porque Dios vio y escuchó lo que te estaba pasando y
me mandó a buscarte.
“Y así fue como Agar regresó a la
casa de Sara y Abraham y se quedó allí hasta que nació Ismael.
“Ismael comenzó a crecer y crecer.
Comía toda la comida que la mamá le preparaba y estudiaba mucho. Su papá
Abraham le enseño a trabajar en el campo y a criar ovejas, vacas y camellos. Como
era el hijo del dueño, todos lo querían mucho y lo respetaban. Abraham le
enseñaba a obedecer a Dios en todas las cosas y que viva haciendo lo bueno y
que sea justo con todos los hombres en todas las cosas.
“Cuando Ismael tenía catorce años,
nació su hermanito Isaac. Pero no de la panza de su mamá Agar, sino que de la
panza de Sara. ¡Todos estaban asombrados! Por todo el campo y por los pueblos
vecinos se comentaba que una señora muy viejita había quedado embarazada y ¡ya
había nacido el bebé! Todos iban a visitarlos y a curiosear, pues era algo
increíble.
-¿Cómo puede ser –se preguntaban
todos– que un hombre de cien años y una mujer de noventa pueden ser padres?
“Pero Abraham que conocía la
respuesta, se las repetía una y otra vez al que se lo preguntase.
–Dios -les decía– me dijo que Sara quedaría
embarazada y me daría un hijo. Y como no hay nada imposible para Dios, aquí
está Isaac, mi hijo, el hijo de mi esposa Sara.
“Ismael, que no se perdía nada de
lo que pasaba, busca corriendo a su mamá y le pregunta qué iba a ser de ellos
ahora que su patrona Sara tenía su propio hijo. Agar lo abrazó, lo sentó a upa
y le recordó que el día que había escapado de la casa de Sara, Dios le había
dicho que él, Ismael, tendría muchos hijos y que sería muy valiente y fuerte,
que Dios había cumplido la promesa que les había hecho a Sara y Abraham por imposible
que pareciera, que era evidente que no había nada difícil para Dios, y que por
lo tanto, lo que debían hacer ellos, era confiar en Dios y en sus promesas.
“Pero poco tiempo pasó hasta que
ocurriese lo que Ismael temía. Sara molestó tanto a Abraham diciéndole que no
quería que su hijo Isaac se junte con Ismael, que no le gustaba la cara que
tenía Ismael, que Agar era mala, que mirá lo que hizo Ismael, que mirá lo que
me hizo Agar, que patatín, que patatán, todos los días, que se cansó y decidió
echarlos a los dos de la casa.
“Abraham llama a Agar y le pide que
tome a su hijo Ismael, que guarden todas sus cosas en bolsos y que se vayan
lejos, a otro lugar, pues ya no vivirían más allí.
“Cuando Ismael escucha la noticia,
comienza a llorar. ¿Dónde está Dios?, se preguntaba. ¿Dónde está ese Dios
bondadoso y todopoderoso del que le hablaba todas las noches su padre Abraham?
Porque sí, su padre Abraham lo abandonaba, ya no lo quería como hijo.
“Caminaron mucho por el desierto y
las montañas, descansaban las siestas en alguna cueva que encontraban y cuando
refrescaba continuaban caminando hasta que el agua se les terminó. No sabían
qué hacer ni a dónde ir; allí no había ciudades cerca.
“Ismael tenía mucha sed y mucha
hambre; se acostó debajo de un árbol para dormitar un poco y ve que su madre se
aleja de él, que también lo abandona. La desesperación lo envolvió.
-¡Mamá! –grita entre lágrimas- , ¡mamá no
dejes solo! –le pide suplicando.
“Se quiso levantar, pero no tenía
fuerzas, el hambre, el sol y la sed lo estaban matando y su madre ya estaba
lejos.
“Pero Dios lo estaba escuchando y
envía rápidamente un ángel.
-Agar ¿qué haces allí? –le dice el
ángel mientras bajaba del cielo–. No tengas miedo porque Dios ha oído el clamor
de Ismael. Vuelve a su lado porque de él saldrá una nación grande.
“Cuando el ángel termina de hablarle,
Agar se seca las lágrimas de los ojos y ve, de repente, un pozo lleno de agua. Rapidísimo
llena las botellas que tenía y corre para darle de beber a Ismael. El Dios
todopoderoso no los había abandonado.
El timbre provoca un sobresalto en
los primitos que tenían impregnada la imagen del ángel hablando con Agar en sus
pensamientos. Era Tía Marisa que venía a buscar a sus hijos.
Doña Mercedes se levanta a atender y
con un beso se va despidiendo de cada nieto que es buscado por sus padres.
Elbio R. Lezchik