domingo, 26 de mayo de 2013

Llueve


    Llueve. Fuera de casa todo es barro. No se si tengo lo necesario para las comidas de hoy. Anoche el trabajo no fue bueno, poco dinero. Amanece y no he dormido, o sí, tal vez algo si, pero no lo recuerdo. El olor de los dos hombres de anoche aún me llena la nariz. Cada vez lo soporto menos, también cada vez me cuesta más sonreír mientras preparo el desayuno de mis pequeños; ellos son inocentes y me hago cargo de lo que me toca. Sus padres desaparecieron más rápido de lo que duraron las promesas de amor nocturnas. Yo les creí, los necesitaba. Pero me hago cargo, a mis hijos no les faltará pan en la mesa de cada día. Hasta ahora he salido adelante y continuaré haciéndolo. Pero llueve, y las gotas que se escapan de las nubes son las que ya no salen de mis ojos secos a fuerza de apretar los dientes, por eso quedo quieta, quiero que el cielo hoy llore por mí.
    El dinero que me ofrece este cliente es más que lo que gano en tres días de trabajo. A cambio de esto me solicita la mañana entera. Tengo que ver cómo acomodo a mis hijos, hablaré con alguna de mis amigas o a mi madre, pero lo solucionaré.
    Por la mañana llega tranquilo, eso me extraña, no es normal esa actitud pues todos vienen ocultándose. Son muy hombres, pero no enfrentan sus realidades y descargan en mí sus frustraciones. Nadie viene a ofrecerme amor, no les interesan mis frustraciones. Pero entra y comienzo mi trabajo.
    Todo pasa muy rápido, la puerta se rompe de un solo golpe, una multitud entra en tropel, me agarran de los pelos y me arrastran afuera, el hombre desaparece, lo ignoraron adrede. El sol de media mañana es intenso y el grito de esta turba me paraliza. Me paro, trato de seguir el paso de los que me arrastran, caigo, sangro, sigo, no comprendo, estoy en shock.
    Me tiran al centro de una ronda de hombres bien vestidos y con rostro duro, menos uno que los mira como perplejo. La acusación pública que me formulan es verdadera y severa. Se me congela la vida, mis hijos llenan mi mente cuando pronuncian que debo morir apedreada inmediatamente, a la vista de todos.
    Pero esperan la respuesta de ese juez con ojos distintos. Está agachado con las manos en el suelo mientras los rumores en espera de la validación de la sentencia aumentan su volumen, no me mira. Tiemblo.
La turba insiste y sin levantarse les dice algo. No logro escucharlo, pero al silencio que provocó sí lo puedo oír. Tiemblo.
    De a uno se retiran en silencio y escapando de la mirada de los demás. Las sombras que me rodean desaparecen y me abraza nuevamente el sol. Pero aún tiemblo. El juez de ojos distintos me mira. Sus ojos lastiman, embriagan, atrapan, tienen el poder de hacer que el calor vuelva a mi sangre. Sus ojos me iluminan por dentro como si nada se le escapase. Me pregunta dónde están los que me trajeron hasta aquí para condenarme, le respondo que se fueron todos, que no queda nadie de los que me condenaban. El de ojos distintos me dice que él tampoco me condena, que me levante, me vuelva a mi casa y cambie de vida.
Lo que me iluminaba por dentro me rodeó y me llenó de paz, mi mente se aclaró y lo decidí. Voy a seguir su consejo. Sé qué hacer para seguir su consejo.





Elbio R. Lezchik

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