Tengo
un grave problema con uno de mis hijos. No sé bien el motivo. Considero que no
le he dado argumentos para su actitud hacia mí, pero está lejano, me evita, no
me mira a los ojos. Cuando lo quiero saludar con un beso me pone la frente,
dejó de darme la mejilla. Y si se lo pido, solo apoya brevemente su cara contra
la mía y hace el ruido del beso con sus labios. Pero no me toca. No me besa
más. Si quiero conversar con él, pues lo espero cuando llega tarde a casa luego
de sus actividades y me siento a su lado mientras cena, solo salen de su boca
algunas interjecciones o comentarios irrelevantes. En todos lados aún se
presenta con su nombre y su apellido, que es el mío, pero perdimos la
intimidad. Creo que dejó de amarme.
Cuando
nació no parecía muy bonito que digamos. Todo arrugadito. Con los ojos y los
puños cerrados parecía preparado para dar pelea, morir o vencer. Sus cabellos
mojados dejaban entrever la maraña que serían luego. Lo amé con todo mi
corazón. Recorrí con mis manos sus manos, no faltaba nada. Sus diminutas uñas
aparecían en las puntas de sus dedos y apretaba fuerte, no quería soltarse de
mí.
Siempre
estuvo dispuesto para ayudar, participaba en todas las actividades que se le
propusiese. Al escuchar la lectura de mi palabra, sus ojos se agrandaban y no
perdía ni dejaba caer en tierra nada de lo que oía.
Pero
hace ya tiempo de eso.
El
alejamiento fue sutil, suave, como si no ocurriese nada. El primer síntoma lo
noté una tarde que hablábamos sobre sus proyectos. Me contaba todo lo que
quería hacer y alcanzar, lo fuerte y preparado que estaba para dar esos pasos y
enumeró los elogios que le prodigaban sus profesores. Pero dejó de lado,
guardados en el silencio, sus errores y debilidades. No recordó que yo estuve a
su lado en cada lágrima que vertió a causa de ellos. No recordó mis abrazos ni
las canciones que le cantaba para que se durmiese en paz.
Con
el paso de las semanas nuestra relación se enfrió más y más. Cambió sus puntos
de vista, sus modelos. Pero no lo decía abiertamente. Su ser se debatía entre
gustar del entorno y parecerse a él y el sentido de pertenencia a nuestra
familia.
Hablé
con varios maestros para que le induzcan a volver, que le muestren su error.
Pero no le interesó escucharlos. Con una sonrisa agradecía los consejos, daba
media vuelta y echaba tierra de olvido sobre lo escuchado.
Una
noche mientras cenábamos, comenzó a contarnos a todos los que estábamos a la
mesa todo lo bueno que era. Comenzó a enumerar virtudes y aptitudes diseñadas
por él mismo y postuladas como el súmmum de la vida, se comparó con ellas y se
declaró aprobado. No tenía en claro qué aprobó, pero se dejó contento a él
mismo.
Mientras
él hablaba, lloré. Él no se dio cuenta.
Al
tiempo enfermó. No me lo contó. Se creyó fuerte. Por la noche le escuché
hablar, me llama, me dije. Me acerqué a su cama pero dormía. Su almohada estaba
bañada en sudor. Le toqué la frente y ardía en fiebre. Mi querido hijo, dije, y
le abracé. Al instante la fiebre le dejó. A la mañana se levantó, desayunó solo
y no me saludó al irse a su trabajo.
Días
atrás tuvo un fuerte desencanto. Le rasgaron en jirones su corazón. No le
tuvieron compasión. Él se había apoyado en ellos y depositó toda su confianza y
esperanza en el proyecto que diseñaron en común. Pero le traicionaron. Le
acompañé en silencio durante todo el camino a pié que hizo por la costanera, no
me aparté de su lado ni un instante, pero me ignoró. Escuché todos sus
pensamientos y oí todos sus gemidos de angustia. Me desarmaban el corazón.
Regué con mis lágrimas todos sus pasos para que su camino sea más blando, pero
no lo notó.
Su
rostro se ha tornado duro, su voz áspera y sus gestos perdieron suavidad. Sus
propios criterios le hicieron olvidar cuál ha sido el primer paso que lo llevó
a transitar este camino. Se mira al espejo y no comprende el porqué de tantas
heridas y cicatrices. No había sido preparado para esto, su espíritu se lo dice
a diario. Pero no recuerda de dónde ha caído, quiere, pero no puede arrepentirse.
Quiere, pero no encuentra el modo de volver a mirarme a los ojos.
Voy
a hacer otro intento para acercarme a él. Hoy iré y golpearé a la puerta de la
casa donde vive y esperaré a que abra. Y cuando lo haga, le invitaré a tomar
juntos la cena, igual que antes, como Padre e hijo.
Elbio
R. Lezchik
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