sábado, 13 de febrero de 2016

La Huida


El terror se apoderó de él y escapó. Sólo pensó en huir, huir lejos, al desierto, con la muerte siguiéndole al ritmo de su sombra. Temía a los asesinos que tenían orden de matarlo. Temía morir a manos de ellos pues no serían rápidos ni compasivos. Los conocía.
            Cansado, se tumbó bajo una lánguida sombra en un esbozo de oasis. La sed le pegaba la lengua al paladar y su estómago le reclamaba por no haber probado bocado desde la tarde anterior. Sus pensamientos se nublaron y el abatimiento lo envolvió. Quiso evocar su pasado y con mucho esfuerzo recordó todo lo hecho en los últimos tres años y lo que debió padecer por sus actos. Buscaba y buscaba, pero no hallaba la recompensa de todo su trabajo y eso lo terminó de abatir.

-Todo lo que hice hasta ahora ha sido en vano –dijo al viento que lo oía.

Y tomó la decisión de dejarse morir. Pero no era fácil. Los dolores de la muerte no respetan a nadie y su organismo lo castigaba con las grandes punzadas a causa del hambre y la sed, y la piel, sin más líquidos para transpirar, comenzaba a cuartearse alrededor de su boca, narices y párpados.

Alcanzó a distinguirlo en medio del sopor donde estaba sumido. No tuvo tiempo para asustarse, o tal vez no tuvo las fuerzas para hacerlo, pero ya estaba a su lado.

-Vamos –le dijo con voz recia pero no agresiva– levántate y come.

A su lado, prolijamente acomodado sobre una esterilla, había una serie de manjares indescriptibles. Mira nuevamente al extraño y este le hace señas con la cabeza para que coma. Obedece.

-Levántate Elías –le dice el visitante– y retoma tu camino, pues aún te queda mucho por andar.

Elías mira hacia donde apunta la mano derecha del visitante y reanuda la marcha sorprendido por la mejoría de su estado general. Gira la cabeza para ver qué hace el aparecido pero este ya no estaba. Tampoco las huellas que debía haber dejado obligatoriamente en la arena al lado de las que él sí dejó. Y caminó.
Cuarenta días.
Solo se detenía cuando la luna desaparecía del firmamento y le impedía reconocer el sendero. Al amanecer se sacudía el frío de la noche y continuaba caminando.
Cuarenta días.
De los que buscaban su muerte no halló rastro alguno. Algo raro sucedía mientras caminaba, pues siempre soplaba una suave brisa a sus espaldas que borraba el camino que había transitado.
Cuarenta días. 
De la sed y del hambre no tuvo ni recuerdos. Esa comida lo mantenía aún satisfecho, perfectamente hidratado y le permitía recordar con claridad. La sequía de tres años, el aceite de la viuda, la harina que no faltaba, los simpáticos cuervos en esa cañada que lo visitaban por la mañana y por la tarde, el altar mojado y las lenguas de fuego consumiendo todo y luego otra vez la lluvia, fresca, torrentosa, gloriosa y llena de vida se le presentaban delante de sus ojos con nitidez asombrosa.
Cuarenta días.
En la última jornada divisa la entrada de una cueva en el Monte de Dios y decide pasar la noche allí. Y durmió.

-¿Qué haces aquí Elías? –lo sobresalta una potente voz que lo despierta abruptamente.

Mira alrededor y no hay nadie. La entrada de la cueva está iluminada y no acierta a adivinar si ya comenzó el día o el sueño le juega una mala pasada.

-¿Qué haces aquí, Elías? –retumba nuevamente la voz entre las paredes.

Y reconoce a Dios. Su corazón no hallaba lugar dentro de su pecho para latir con más fuerza. La voz de su Dios lo envolvía y lo embriagaba. Era lo que estaba necesitando en ese momento, lo que anhelaba durante cada segundo de los cuarenta días de peregrinación. Y recordó lo sucedido hace casi dos meses ya. Los temores que lo impulsaron a este sitio habían desaparecido junto a su rastro, pero los recordó para justificar su actitud. El pueblo frente al altar que se mantuvo al margen y sin decidir si seguirían a Dios o a los baales, la matanza de los sacerdotes paganos, la furia de la reina…

-Estoy solo, soy el único que te sirve, pues el pueblo entero te abandonó –le respondió– La reina ordenó mi muerte y nadie salió en mi defensa, así que huí.
-No estás solo Elías –le responde Dios-, nunca lo estuviste. En el reino hay siete mil que me adoran solo a mí y mi ángel está contigo siempre por donde quieras que vayas. ¿O no recuerdas tu última comida?

Solo pudo hacer silencio. No tenía argumentos para defender su actitud ante Dios.

-Sal fuera de la cueva –le ordena Dios.

Y delante de él se desplegó el poderío de Dios de tal mantera que toda la naturaleza quiso abandonar ese sitio. Elías sólo pudo mantenerse postrado ante tanta magnificencia y reconocer que sólo en Dios está la fuerza y el poder. Ahora veía cuán insignificante era la amenaza de la cual huyó. Veía cuán indefenso ante El es cualquier humano por más que ostente poder y autoridad sobre las naciones y pueblos, ante el Dios de su vida, ante el Dios de su amor.

Con instrucciones precisas abandona su escondite y hace, hace por convicción, hace por obediencia. No en su fuerza, sino apoyado en su Dios. Y Dios, desde los cielos, viéndolo, no pudo esperar más para tenerlo a su lado. Envió sus carros a la tierra que lo alzaron para llevarlo directamente a su morada. Los que lo vieron dicen que dejó un manto, otros, que volverá para preparar el camino al Ungido de Dios.



Elbio R. Lezchik

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