El terror se apoderó de él y escapó. Sólo pensó en huir, huir lejos, al
desierto, con la muerte siguiéndole al ritmo de su sombra. Temía a los asesinos
que tenían orden de matarlo. Temía morir a manos de ellos pues no serían
rápidos ni compasivos. Los conocía.
Cansado, se tumbó bajo una lánguida
sombra en un esbozo de oasis. La sed le pegaba la lengua al paladar y su
estómago le reclamaba por no haber probado bocado desde la tarde anterior. Sus
pensamientos se nublaron y el abatimiento lo envolvió. Quiso evocar su pasado y
con mucho esfuerzo recordó todo lo hecho en los últimos tres años y lo que
debió padecer por sus actos. Buscaba y buscaba, pero no hallaba la recompensa
de todo su trabajo y eso lo terminó de abatir.
-Todo lo que hice hasta ahora ha sido en vano –dijo al viento que lo oía.
Y tomó la decisión de dejarse morir. Pero no era fácil. Los dolores de la
muerte no respetan a nadie y su organismo lo castigaba con las grandes punzadas
a causa del hambre y la sed, y la piel, sin más líquidos para transpirar,
comenzaba a cuartearse alrededor de su boca, narices y párpados.
Alcanzó a distinguirlo en medio del sopor donde estaba sumido. No tuvo
tiempo para asustarse, o tal vez no tuvo las fuerzas para hacerlo, pero ya
estaba a su lado.
-Vamos –le dijo con voz recia pero no agresiva– levántate y come.
A su lado, prolijamente acomodado sobre una esterilla, había una serie de
manjares indescriptibles. Mira nuevamente al extraño y este le hace señas con
la cabeza para que coma. Obedece.
-Levántate Elías –le dice el visitante– y retoma tu camino, pues aún te
queda mucho por andar.
Elías mira hacia donde apunta la mano derecha del visitante y reanuda la
marcha sorprendido por la mejoría de su estado general. Gira la cabeza para ver
qué hace el aparecido pero este ya no estaba. Tampoco las huellas que debía
haber dejado obligatoriamente en la arena al lado de las que él sí dejó. Y
caminó.
Cuarenta días.
Solo se detenía cuando la luna desaparecía del firmamento y le impedía
reconocer el sendero. Al amanecer se sacudía el frío de la noche y continuaba
caminando.
Cuarenta días.
De los que buscaban su muerte no halló rastro alguno. Algo raro sucedía
mientras caminaba, pues siempre soplaba una suave brisa a sus espaldas que
borraba el camino que había transitado.
Cuarenta días.
De la sed y del hambre no tuvo ni recuerdos. Esa comida lo mantenía aún
satisfecho, perfectamente hidratado y le permitía recordar con claridad. La
sequía de tres años, el aceite de la viuda, la harina que no faltaba, los
simpáticos cuervos en esa cañada que lo visitaban por la mañana y por la tarde,
el altar mojado y las lenguas de fuego consumiendo todo y luego otra vez la
lluvia, fresca, torrentosa, gloriosa y llena de vida se le presentaban delante
de sus ojos con nitidez asombrosa.
Cuarenta días.
En la última jornada divisa la entrada de una cueva en el Monte de Dios y
decide pasar la noche allí. Y durmió.
-¿Qué haces aquí Elías? –lo sobresalta una potente voz que lo despierta
abruptamente.
Mira alrededor y no hay nadie. La entrada de la cueva está iluminada y no
acierta a adivinar si ya comenzó el día o el sueño le juega una mala pasada.
-¿Qué haces aquí, Elías? –retumba nuevamente la voz entre las paredes.
Y reconoce a Dios. Su corazón no hallaba lugar dentro de su pecho para
latir con más fuerza. La voz de su Dios lo envolvía y lo embriagaba. Era lo que
estaba necesitando en ese momento, lo que anhelaba durante cada segundo de los
cuarenta días de peregrinación. Y recordó lo sucedido hace casi dos meses ya.
Los temores que lo impulsaron a este sitio habían desaparecido junto a su
rastro, pero los recordó para justificar su actitud. El pueblo frente al altar que
se mantuvo al margen y sin decidir si seguirían a Dios o a los baales, la
matanza de los sacerdotes paganos, la furia de la reina…
-Estoy solo, soy el único que te sirve, pues el pueblo entero te abandonó –le
respondió– La reina ordenó mi muerte y nadie salió en mi defensa, así que huí.
-No estás solo Elías –le responde Dios-, nunca lo estuviste. En el reino
hay siete mil que me adoran solo a mí y mi ángel está contigo siempre por donde
quieras que vayas. ¿O no recuerdas tu última comida?
Solo pudo hacer silencio. No tenía argumentos para defender su actitud ante
Dios.
-Sal fuera de la cueva –le ordena Dios.
Y delante de él se desplegó el poderío de Dios de tal mantera que toda la
naturaleza quiso abandonar ese sitio. Elías sólo pudo mantenerse postrado ante
tanta magnificencia y reconocer que sólo en Dios está la fuerza y el poder.
Ahora veía cuán insignificante era la amenaza de la cual huyó. Veía cuán
indefenso ante El es cualquier humano por más que ostente poder y autoridad
sobre las naciones y pueblos, ante el Dios de su vida, ante el Dios de su amor.
Con instrucciones precisas abandona su escondite y hace, hace por
convicción, hace por obediencia. No en su fuerza, sino apoyado en su Dios. Y
Dios, desde los cielos, viéndolo, no pudo esperar más para tenerlo a su lado.
Envió sus carros a la tierra que lo alzaron para llevarlo directamente a su
morada. Los que lo vieron dicen que dejó un manto, otros, que volverá para
preparar el camino al Ungido de Dios.
Elbio R. Lezchik
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